jueves, 4 de abril de 2019


Edición Número 68, Girardot, Abril 4 de 2019:-GONZALO ARANGO (SEGUNDA PARTE)




                                                            Edición Número 68 Girardot, Abril 4  de 2019


GONZALO ARANGO (SEGUNDA PARTE)*


BOCETO BIOGRAFICO (SEGUNDA PARTE)



POR EDUARDO ESCOBAR



1967. Gonzalo Arango. Girardot (Isla Rondinela)
Río Magdalena


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Pero no tiene escapatoria. La vida crítica, el compromiso, envenena el ángel contemplativo. La inteligencia atormenta al animal feliz. El desapegado siempre volverá por el oropel de sus sufrimientos. Siente el despojamiento como la deserción del deber superior, ineluctablemente. La felicidad de las islas la contamina el remordimiento de la claudicación. A veces el nudo intenta desatarse. Entonces el poeta siente que poetiza el camino con la presencia, que es él mismo el mensaje y el texto. La escritura está justificada si el poeta es defensor de oficio de la vida, no el ocio de la palabra sino su acción. Y sin embargo, en el mismo Fuego en el altar donde anuncia esta fe consigna: “Apacíguate guerrero / que no tendrás un pensamiento más / ni escribirás una palabra más / ni darás a luz una esperanza nueva / de lo que está prescrito desde siempre en la universal armonía. / Serénate viajero que aunque quieras / no engendrarás un sueño más / ni morirás dos veces” (página 137).

Estos últimos textos a fuerza de ser simples pizcas de un estado, representan para mí también la ruptura esperada de Gonzalo Arango con la literatura después de haber hundido el nadaísmo, son el testamento de un estado terminal del espíritu egoísta, adonde había apuntado el pasado en sombras y atisbos. El texto deja de ser según categorías estéticas: poema, sentencia, epigrama son ilusiones diablistas y trampas de retorcida vanidad retórica, transmite sin adornos una telegrafía de urgencia apocalíptica, sin tiempo para los versos adjetivos, o huesos de apariencias: “No estamos aquí de paso / para pisotear las rosas / Ni marchitar su aliento / de aromas sagrados / con nuestra razonable epilepsia inquisidora / porque la tierra reverdecerá sin nosotros / pero nosotros sin ella / no viviremos un instante” (Providencia).

El sexo es otra puerta a la naturalidad salvaje. El deseo pica precozmente. Desgraciadamente el amor como la literatura que es silencio y mensaje, solidaridad y soledad, ruido y sentido, tiene dos caras: la entrega y el sacrificio. O construimos el deseo o nos abandonamos a los objetos de sus ilusiones. El infierno lo venden las prostitutas de la parroquia. Rita Machuca. “Vivía en el Cedrón donde tenía un rancho de paja e iban los andinos a hacer sus primeras armas para la guerra y bajaba todos los domingos ‘a surtir’ y de paso se pegaba unas perras del carajo que paraban con la pobre Rita de culos en la cárcel, y otras veces se les escapaba a los tombos y les gritaba como un ángel exterminador: policías cacorros, coman culo, para coger a la Machuca tienen que comer mucho culo, etc., dicho lo cual se perdía en los platanales, o sea en el agro, como diría el agropecuario Manuel Mejía Nadal. Me acuerdo mucho de la Rita porque todos los chicos del pueblo le hacíamos procesión hasta que los tombos la agarraban de patas y manos, cual larga era, como de dos metros la maldita, de la familia de los sauces llorones o de los ataúdes donde no doy la medida de mi muerte. Amén. La Machuca fue el pecado capital de mi infancia y juventud, no porque la haya encamado, si no por lo mismo: porque todo se me fue en paja recordando su culo. Olvidaba decirte que la Rita, cuando bajaba al pueblo, no usaba calzones para hacerle propaganda a su trasero, la muy puta, que lo tenía muy bello, o al menos a mi me parecía el infierno. Como sabes, mi mamá le había dedicado mi castidad a la Santísima Virgen, pero ella se las arreglaba bien con el telegrafista de Andes, o sea con don Paco, mi padre, que le hizo trece de tacada, uno por cuaresma, sin contar los días festivos y las vacaciones de diciembre.” (Gonzalo Arango Correspondencia Violada, Colcultura, 1980, carta a Jotamario, página 166). Que es como decir el estado espiritual del muchacho antioqueño, allá entonces, suspendido como un cheque sin fondos entre el infierno y el hechizo, el miedo cerrero al pecado y la belleza del placer del condenado. Dragones y ángeles. Monstruos, lo mismo…

Mientras tanto, el condenado lee todo lo que es posible leer en Andes, (allá, y en estos tiempos): ripios de Freud, Vargas Vila, el Zaratustra de Nietzsche, Dumas, D’annunzio, Alexis Carrel, Víctor Hugo, la tímida biblioteca de la parroquia, la cándida e insuficiente del colegio que según el informante era una vitrina con doscientos libros, donados por las viudas que no saben que hacer con los estorbos del doctor. Publica su primer trabajo en el periódico de su amigo –amistad que se prolongará toda la vida- Jaime Jaramillo Escobar, sobre el Quijote. Construye en el solar de su casa una nimia guarida de tablas donde se encierra a leer. La caseta se llama La Isla. La Isla que será en juventud el nadaísmo. Y en su madurez la utopía de Providencia. Porque ante todo,  para hacerse el Otro es necesario permanecer idéntico a sí mismo en el cambio.





La violencia encubierta, la falta de oportunidades, la estupidez de las persecuciones políticas que dejan cesante al padre, la necesidad de educar adecuadamente a los hijos, obligan a los Arango a emigrar a Medellín donde Gonzalo terminará el bachillerato en el liceo de la Universidad de Antioquia. Allí se hace amigo de Fernando Botero cuya desmesurada ambición paisa de entonces consiste en comprarse algún día una tienda en Sonsón para poder pintar sin preocupaciones, y pierde su virginidad intelectual, según dirá más tarde, con la lectura de un tal Lamartine. Es un chiste. La lectura ocupa cada vez más espacio en su vida. Sin embargo, aún aspira a diplomarse de abogado, y se esfuerza en eso. Más Verlaine, Kafka, Mallarmé. Crimen y Castigo. Aliocha lo deslumbra. Muchos años después firmaría como Aliocha su columna en la revista Cromos. También, se hace bohemia dura. Persiste el anhelo de embrutecerse para olvidar las dudas espinosas de la filosofía, los turbios paraísos artificiales de la cultura. Entre las presiones del arte y el deber y la compulsión de vivir su libertad inútil, siempre…

Un grupo de estudiantes, escritores en ciernes algunos, frecuentan su tertulia. Sus profesores lo aprecian y distinguen, alcanza cierta notoriedad en el ámbito universitario. Le gusta impugnar, filosofar, descifrar. Participa activamente en política durante la dictadura del general Rojas Pinilla, hace un programa en la emisora de la universidad y publica en su revista, en los periódicos provinciales, noticias acerca de libros y exposiciones, sobre su amigo Botero y García Márquez y Faulkner, Mahfud Massis, Francoise Sagan, etc. Adhiere al Man, Movimiento Amplio Nacional, es corresponsal del diario oficial en Antioquia, suplente de la Asamblea Nacional Constituyente. Se inscribe en un pomposo sindicato de artistas comprometidos con el dictador, conspira: Los jóvenes escritores del sindicato conformado mayoritariamente por eminentes mamasantos, sonetistas de arriería, narradores de costumbre, fraguadores de castas odas marianas en los suplementos dominicales, aprovechan el puente que se toman en sus fincas las momias clericales para asaltar la mesa directiva: en el peor momento. Las vacas viejas gozan de la indiferencia de sus piscinas campestre por lo que han olido: el general tambalea, el general está por caerse, el general se cae, y hay desbandada general. Gonzalo es el único que se queda cándidamente colgado de la brocha. Y se convierte por empecinamiento en el blanco cordero expiatorio de la jauría frentenacionalista. Sitian su oficina. El joven poeta Alberto Escobar Angel lo alimenta subrepticiamente. Una mañana violan la oficina donde permanece escondido de la recocha democrática y se salva al esconderse en el sanitario de las secretarias. Escapa al Chocó, al Arma, disfruta del exilio selvático en fincas de sus amigos, siestea, vegeta. Pronto el asilo selvático, el feliz ostracismo, la soledad, se llenará de infelicidad. La exaltación de la naturaleza, el ocio gratuito del animal feliz bajo el cielo ciego, se marchitan ante la angustia del futuro, le es obligatorio pensar en lo que hará cuando el extrañamiento agrario se vuelva insostenible. Prueba en Cali. Sobrevive mal. Duerme donde le coge la noche, en cantinas, plazas, oficinas de amigos, hoteluchos de putería. Se enamora y se desenamora, lee, poesía francesa, los surrealistas, se hastía. Hace vida social también, con los viejos rojistas ricos, arrepentidos y recién lavados, se alimenta de café negro y desesperanza, costumbre a la que se aferra durante la vigilia nadaísta que vendrá después, hasta cuando aparece Angelita para cambiarle drásticamente la dieta recalcitrante con hígados de pollo, té inglés y perversiones vegetarianas como la sopa de habas. En el fondo sabe que no le quedará a la larga otro remedio que regresar a Medellín, y la perspectiva de volver derrotado, vaciado de porvenir le hace retrasar el regreso. Tiene 25 años. Y el deshonor de haber servido a una causa perdida. Reviso su vida y me doy cuenta de que lo apasionan estas causas. Se les apuntaba siempre fatalmente (y además con una fe envidiable), a las candidaturas fracasadas, a los presidentes corroídos por el desprestigio –al cual había contribuido a veces con sus propios ácidos-, a la defensa en fin de los escritores olvidados o repudiados, a los debates sin esperanza de justicia. Terco, agotaba la pólvora sin importarle el costo, hasta exprimirse de argumentos y vaciar los cartuchos. Alma difícil de crucificar. Tozudo, no podía resistir la tentación del aire de los caminos equivocados. ¿Fundar el nadaísmo no es el colmo del amor por los amargos abismos?

El primer escándalo famoso de los nadaístas, fue la quema de sus bibliotecas personales en la plazuela de San Ignacio de Medellín. La María, La Vorágine, Carrasquilla. Y también la primera novela de Gonzalo Arango, inédita y gastada. La última quema purificadora de archivos, notas, poemas de una vida vieja, fue antes de escribir Providencia. Uno de los primeros textos nadaístas compara al jinete Pablo Alquinta con don Quijote. No es mera gana de joder. Es el deseo de cambiar el tiempo en aventura aunque relinche Rocinante y tengamos que voltear el resto patasarriba hacia una nueva esperanza.

Del general Rojas Pinilla le había gustado su proyecto de romper la camisa de fuerza del bipartidismo. Sus enemigos le enrostraron más tarde muchas veces esta folclórica efusión juvenil. Lo cierto es que entonces muchos jóvenes inteligentes habían esperado del general un cambio positivo en las costumbres políticas colombianas. A veces las fuerzas progresistas son secretadas por los partidos reaccionarios. Del partido del general habría de surgir después uno de los grupos guerrilleros más activos de la historia de las guerrillas colombianas. Cuántas veces también las regresiones más oscuras son supuradas por partidos de izquierda.

No puede permanecer en Cali. Ni tiene a donde ir. Los caminos están cerrados. La corrupción que le echan en cara al general no cesa, se enmascara y enquista. El país es una changua turbia de encubrimientos y conformidades insidiosas, sórdida liturgia en la cual todos se lavan las manos en los chorros de las nobles palabras y los voceados arrepentimientos mientras empujan por un cupo en los palcos borlados de honores del poder. Y esa noche desvelada en la contemplación del lenocinio, en la oficina de un amigo que le prestaba un sofá para descansar, le trajo la idea que cambió su vida y a nosotros también iba a darnos de carambola propósito y sentido. Qué tenía se preguntó. Nada. Nadaísmo. Alumbró el futuro sobre la ruina. Decidió que se levantaría en rebeldía contra la horrible lascitud. Regresa a Medellín, reanimado, literalmente. El proyecto es ciertamente confuso todavía pero ya tenía la densidad del tufo y sobre todo, era la última oportunidad que se daba sobre la tierra. Al fin y al cabo nada es algo para no regresar con las manos vacías al pueblo de mercaderes,  de antiguos agricultores arrancados del terrón patriarcal, atraídos por el señuelo titilante de la electricidad, sin saber que llegarían a levantar con sudor y esfuerzo y un puñado de virtudes inútiles, un infierno envidriado, una impía prosperidad desalmada… pero llena de poetas también como si los poetas proliferaran mejor en la podredumbre, como los lotos.





Hace los primeros contactos. Se reúne con Alberto Escobar, voy a fundar una cosa que se llamará el nadaísmo, le dice, un gran movimiento intelectual para la juventud. Yo estoy listo, le dijo Alberto. No, vos y yo no hacemos nada solos, necesitamos gente. Alberto se acordó de uno que había conocido esos días; enseñaba literatura en un colegio de muchachos, por la tarde,  y por las mañanas servía tintos en el café de un tío suyo; admiraba a Ovidio Rincón, y había leído a Ovidio, en latín, en el seminario; a veces fumaba un narguilé sofisticadísimo, gorgoteaba un francés arrabalero de lavamanos obstruido perfeccionado en las canciones de Rimbaud cuyas obras completas conservaba impregnadas en Vetiver de Carven…

El hijo de Rubén Osorio, dentista empírico, y doña Elvira Gómez, no tiene todavía el aire que cultivará durante el nadaísmo, de aburrimiento imperfecto, de baldosa limpia. El exseminarista recién llegado de su pueblo, un pueblo parecido a Andes pero más importante porque tenía obispo, es un muchacho robusto y tímido, adornado temprano por la escoliosis del lector consuetudinario, tiene 17 años apenas. Llegó puntualmente a la cita vestido de negro como un joven muerto que ha salido a pasear su perro y con la marca de un sensacional guante blanco cosido en la ancha solapa pasada de moda. Gonzalo no reconoce al muchacho que le servía los tintos matinales en el cafetucho que frecuentaba  por la Plazuela Nutibara, menos, metido en ese vestido de duelo de su padre. Amilcar confesaría más tarde los esfuerzos que había realizado para que su cliente lo tomara en cuenta. Gonzalo está ahora desconcertado con la aparición del adolescente en la puerta, iluminado por la inocente bufonada del luto una talla más grande y el guante cosido sobre el corazón. Eso es el nadaísmo, se dice. Eso, no babosa filosofía libresca, discurso hueco, acidez intelectual, rebote culto, elaboración erudita, esterilidad. Cultivará la sorpresa, el desenfado y el desafío, altiva actitud, un gesto como el de ese muchacho que se atrajo a todas las miradas del Café La Bastilla cuando entró parsimoniosamente con su disfraz extemporáneo de difunto. Amilcar se convierte enseguida en el segundo de a bordo de la chalupa pandillesca para tres. Se hacen grandes amigos, aunque Gonzalo le lleva al jericoano –nacido en Santa Rosa de Cabal pero vivido en Jericó- nueve años. Inventan y se inventan, se enriquecen mutuamente. Amilcar comienza a peinarse como una escoba, a firmarse Amilcar U –y porqué U, le preguntan y contesta: - Porque Amilcar O sonaría feo, y usa camisetas bisexuales que bombardean el machismo católico de la ciudad industrial. Proclaman la exaltación de lo maravilloso cotidiano, esa fórmula; a veces Gonzalo Arango pasea a su amigo atado a una cadena por los bares,  lo alimenta como a un mono amaestrado; cuando Amilcar se cansa de hacer el mono, compran un mono de verdad.  Y escriben poemas a dos manos, manifiestos procaces que envían por correo. Se sienten felices de ser jóvenes, e irresponsables. Y los hijos de Paco y Magdalena, y de Rubén y Elvira, están jodidos para siempre de remate… unidos por el amor a la poesía, en la renuncia desventurada de todo por nada. Unos pocos años más tarde habrán de separarse, agriamente. Hasta la víspera de la muerte de Gonzalo Arango, cuando vuelven a reconciliarse… por azar, por una noche: Gonzalo muere al día siguiente.

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*GONZALO ARANGO/ EDUARDO ESCOBAR/ PROCULTURA S. A. / EDITORIAL NOMOS/ BOGOTÁ/ 1989



Edición Número 68, Girardot, Abril 4 de 2019


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