viernes, 28 de febrero de 2020

Edición Número 121, Girardot, Febrero 28 de 2020:-Girardot, capital de las acacias



                                                            Edición Número 121 Girardot, Febrero 28  de 2020



Girardot, capital de las acacias



POR GONZALO ARANGO*



GONZALO ARANGO Y HÉCTOR MORA PEDRAZA.
GIRARDOT. ISLA RONDINELA EN EL RÍO MAGDALENA.
(AGRADECIMIENTOS A DON HERNANDO LOZANO MORA)



Girardot. Un puerto con un río. Este río es mi madre. Capital de las acacias y el verano. Aquí se me despertó una gran sed de vivir. No hago nada, me asoleo, me aburro, soy feliz. No necesito soñar para sentirme a la sombra de una acacia del paraíso.

El día es una orgía de sol que hace reverberar el asfalto. Los tejados, el tedio. Bajo este cielo nítido, la luz castiga la ciudad como una divinidad implacable. La quietud es solemne, como de muerte. Un exceso de vida que apabulla por su lujuria.

Se la llama Ciudad de las Acacias porque está perdida entre el paisaje, sumergida. Los árboles son los pulmones de la ciudad, la abanican, espantan su terrible sed. Los hombres no han desterrado la naturaleza de sus casas, de sus calles. Viven bajo un cielo embanderado de amarillos, rojos de veranera, y ritmos de pájaros.

Despertar en este puerto es una gloria: no sólo por la sensación maravillosa de vivir que trae todo despertar, sino porque aquí la naturaleza es una perpetua glorificación de la vida; profusión de flores, un cielo henchido de pájaros, el aire perfumado de melodías.

El hotel de turismo domina la ciudad. De noche, un neón rosado recostado contra el firmamento destaca este nombre en letras gigantescas: Tocarema. Es una mole de cuatro pisos con balcones que se asoman al oriente y al occidente. La brisa que desciende en ráfagas de la colina azota las altas palmeras y las ancianas acacias que hacen de centinelas. Los pájaros se citan en sus ramas para celebrar el día y sus romances, como en la primavera del mundo.

La calle principal del puerto es alegre y ruidosa, se llama El Camellón. A lado y lado hay parasoles donde la gente se sienta a charlar y a tomar refrescos en mangas de camisa. En estas terrazas se dan cita los grandes negocios o las ansias del corazón, con el único pretexto de la sed. La sed es una obsesión, el enemigo de la ciudad, por lo que a toda hora la gente está bebiendo cerveza o jarras de limonada. También allí los políticos urden sus intrigas y maquinaciones, matan el tiempo de una manera chismosa y democrática.

Frente a cada casa hay un árbol, así lo exige la ley. Y el mejor ciudadano no es el de mejor familia, sino el que ama a la ciudad más que a la ley, y en vez de una tiene dos o tres acacias. Aquí el árbol no pertenece a otro reino, pues en virtud de una vieja devoción hace parte de la vida del hombre: el ángel verde que custodia su morada.

Allá está el Río Magdalena, manso, inmenso. Lo cruza un puente que une a Girardot con Flandes, y a la vez divide a Cundinamarca y el Tolima. Por allí pasan los trenes a toda máquina como dragones echando candela por el vientre. El puente se estremece, trepida con el serpenteo del monstruo que deja una estela de humo y vibración. Me gustaba ir a ese puente a la hora de los trenes a gozar una rara sensación de pánico, y de paso contemplar la majestad del río. El abismo de los suicidas, sus pensamientos de muerte. Yo los imitaba tirando al vacío la colilla del cigarrillo que duraba un remordimiento en caer al agua. Luego hundía las manos en los bolsillos y me iba disfrutando una rara sensación de triunfo. Feliz sin saber por qué, y silbando una canción.

En la orilla del río hay música y fiesta. Es una vieja chatarra de buque adaptada a un dancing que flota sobre el agua. Se llama San Rafael este barco ebrio, jubilado por el mar. Se mece furtivamente entre danzas y destellos de luna. Las parejas bailan sobre este escenario que en otra edad debió ser refugio de una caterva de piratas navegantes de aventuras apaches en el Caribe. El tiempo lo ha desmantelado, despojado de sus corsarias hazañas. También es posible que esta cáscara sobreviviente haya sido el abastecedor de los puertos del Magda-lena en su edad de oro navegable. Lo cierto es que, por algún azar, por algún imperativo del destino, o por inevitable decadencia, el airoso corsario de los mares se cansó de sus rutas, y echó su ancla a la orilla de este puerto. Aquí declinó su gloria, disfrutando su retiro en la hospitalidad y las dulzuras del río. Su vieja tripulación lo abandonó, pero tuvo la suerte de caer en manos de un alegre capitán, un capitán poeta y soñador que limpió sus costillas oxi-dadas, lo embanderó y lo vistió de gala. El viejo navío se llama San Rafael como un homenaje del capitán Rafael Roso a su santo. Ya no lo mecen las olas sino los ritmos del merecumbé, las pasiones del corazón. Sus aventuras suceden entre dos, en una atmósfera de intimidad y de ensueño. Lugar ideal para el desborde de la imaginación y la contemplación solitaria. Un hormiguero de estrellas chapucea en el río. Flandes duerme en la otra orilla bajo una luna sosegada, y los pescadores negros atracan con su cosecha de peces. El corazón se abandona a este romance del hombre y el río. El sortilegio se rompe por el estruendo de un murciélago que cruza el cielo, ave siniestra que turba mi idilio con lo fabuloso: es el tren de media noche.

El barrio de "vida alegre" se llama San Antonio (¿por qué llamarán de "vida alegre" estos lugares donde el comercio del sexo hace imposible toda alegría? Es inútil buscar alegría donde se compra un alma, o un cuerpo. Pero la moral de los hombres inventa sus paradojas para perdonar sus miserias). A pesar de todo, aquí las mujeres conservan un candor, un sentimiento de campesina inocencia frente al sexo. Son devotas del santo de su ciudadela, a quien oran y alumbran por la prosperidad de sus asuntos, o sea, la demanda de su mercancía. En algún recodo de esta devoción parecen reconciliadas con su alma, como si San Antonio, para agradecer las espermas, les tuviera reservado un puesto en el tren celestial.

El decorado externo de estas casas disimula muy bien el drama. Los patios florecidos, las paredes alfombradas de buganvillas, el aire es un surtidor de aromas. Por entre las acacias se derrama una luna romántica como para enmarcar una serenata julio-florezca del siglo XIX. Quiero decir: hay una limpieza en el ambiente que borra esa sensación de culpa, de envilecimiento, y que se llama religiosamente la conciencia del pecado. Aquí esa conciencia es casi insensible, se diluye entre flores.
Las chicas tienen un aire de tristeza animal, de humildad agradecida. Esa pasividad puede ser también el aire de la humillación, la impotencia de no poder elegir su amor, sino de ser elegidas como objetos, de ser compradas como esclavas. Tristeza de servidumbre. Hablan con una voz tan servicial y tímida que parece seráfica. Sus cuerpos huelen a polvo coqueta y a jazmín, su aliento a zen zen y a geranio. La ciudad no les ha marchitado aún su frescura campesina, ni mancillado su inocencia. A su manera son vírgenes, pobres vírgenes extraviadas en el laberinto de neones de la ciudad. Una de ellas era como mi hermana Amparo, igualita como una gota de agua a otra. De pronto pensé que me iba a dar un abrazo y a preguntarme por la vida. Qué tristeza me dio este ángel, Santo Dios. Yo quería decirle: "Amparo, vuelve a sembrar coles, a dormir sobre una sábana blanca..." Eso pensaba decirle cuando un sargento se la llevó. Pobre niña que un día olerá a pachulí, nunca más a coles ni a sábanas blancas. Así son: empiezan oliendo a zen zen y terminan apestando a sargento.

¿Cómo elogiar su humildad, su desolada resignación? No eran impacientes en ningún sentido. Una que tenía sed se sentó, pidió una cerveza, se la bebió y se aburrió como una ostra en la playa. Ni siquiera pidió un paquete de Marlboro. Dijo "gracias don" y se fue a prenderle otra vela a San Antonio. La verdad, yo no estaba allí para hacer milagros. Era una cana tan idealista que sólo era eso: una cana. Incluso mis camaradas de aventura platónica alquilaron un conjunto de músicos folclóricos, y me dedicaron dos horas de bambucos antioqueños. Faltó poco para que me coronaran sucesor de Carrasquilla, Orden del Arriero, orgullo de la raza, y esas "cosiaquerías" de los paisas. Por fortuna, una creciente cascada se derramó en el patio. Una gallina vino, se echó sobre el sofá y puso un huevo. Pronto los niños madrugarían a recoger las tapas de cerveza para jugar. Era el día.

Mis amigos me dejan en el hotel. Aún es temprano para pedir un jugo o desayunar. Me dirijo a la plaza de mercado.

La plaza de mercado de Girardot es una orquesta sinfónica viviente. Digamos que toda ella es una gran jaula de pájaros, la diversidad, el colorido, el esplendor. Es un jardín alado, un melodioso y alegre paraíso. El segundo piso está dedicado a frutas y aves. Más de mil jaulas se alinean en las galerías exhibiendo la rara y exótica profusión de esta fauna del aire. Panorama infinito de colores y melodías cautivas. Deben saludar la mañana o la nostalgia de su libertad, o las dos cosas de un mismo canto de amor a la vida. A la vez estoy emocionado y desolado, quisiera devolverles la libertad. Reconozco que es puro sentimentalismo de poeta. Toda forma de opresión me oprime, también ésta en que el milagro esta cautivo. Por primera vez sentí nostalgia de dinero para comprar estas jaulas, abrirles su bastilla de alambre y restituirlos a la libertad.

La verdad es que sólo me alcanza para comprar un par de hermosos cardenales, de alas negras y un rojo de bandera. Alegrarán mi cuarto de hotel durante unos días, luego los dejaré libres...

(Debo confesar que los poetas son unos miserables mitómanos que sólo cantan a la libertad en sus versos, pero a la hora de la verdad es pura paja, no cumplen sus promesas, y hasta prefieren un cardenal muerto que un cardenal fugitivo, por lo cual el par de cardenales siguen presos en su bastilla de alambre que ahora cuelga del tubo de la ducha esperando que amanezca su 20 de julio para cantar el himno nacional).

Lleno una jíquera de frutas y me dirijo con los cardenales al hotel. Subo, me fabrico un jugo de lulos, me acuesto, pienso que la vida es bella, y me duermo...

Acostado en una perezosa, a pleno sol, bebo una cerveza. Unos gringos chapotean en la piscina y hacen bulla en inglés. De repente me siento abrumado por esta felicidad y este lujo de vida. Dios mío, ¿a quién se la estaré robando? No parece normal, estas dichas me hacen sentir culpable, no sé por qué. Así ha sido siempre desde que me recuerdo, como si le hubiera usurpado a otro la vida. Nunca me he reconocido plenamente un derecho. Dividido entre la posesión y el remordimiento, entré en el mundo como en un saqueo, hasta mis pensamientos más íntimos me asombran, me escandalizan como si fueran ajenos. Es una rara sensación.

En fin. Sentado bajo esta acacia, el cielo azul, la piscina desierta, un loro pidiendo cacao, estoy pensando, pensando... pensando que me gusta mucho la vida y que la literatura me importa muy poco, muy poquito; que adoro esta inercia feliz, este tedio caliente y vacío, mi alma animal deslumbrada por el sol, todo esto inútil y efímero que me rodea, mi sudor salado que brota de los poros, el sudor de las flores, las plumas del papagayo que azotan la luz, la nube de aladas mariposas... esto que pasa, que vuela, que deslumbra y desaparece, esto que no vale nada y morirá conmigo, esto bello y fugaz como un arco iris vale más que los libros, que los parlamentos, que las revoluciones. Soy de este instante y de esta sombra de acacia, el cielo mide un metro 64 centímetros: la extensión de mi cuerpo de cúbito sobre el planeta. Yo soy hombre, pero pude ser serpiente, nunca lo sabré; sólo sé que no necesito ir a la luna para estar allá, estoy de regreso de esos viajes al cosmos, el universo es redondo y aburrido. Todo sobra en la conciencia, desde Dios hasta la hormiguita que se acaba de ahogar en la gota de sudor que se concentró en mi ombligo.

Sólo es grande y aterradora la muerte. Pero la medida de la gloria sólo la da una mujer. Esta idea, la de morir, debería producir un temblor de tierra, pero la tierra es sorda. Yo me iré. Este día se volverá de noche. Esta sombra me sobrevivirá. Las acacias de Girardot seguirán floreciendo sin mí, y tú, mi amor pagarás con mi olvido el precio de seguir viviendo...

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Cromos N°. 2609. Bogotá, octubre 23 de 1967. pp. 62-65
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ADMINISTRADOR Y COMPILADOR: CARLOS ARTURO RODRÍGUEZ BEJARANO
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*Reportajes / Gonzalo Arango / Volumen 2 / Primera edición: octubre de 1993 / Editorial Universidad de Antioquia




Edición Número 121, Girardot, Febrero 28 de 2020

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