Edición Número 107, Girardot, Noviembre 5 de 2019:-DE TENIS Y MOCHILA: LA REBELDÍA DE ALFREDO MOLANO
Edición Número 107 Girardot,Noviembre 5 de 2019
DE
TENIS Y MOCHILA: LA REBELDÍA DE ALFREDO MOLANO
ALFREDO MOLANO. FOTO: PABLO SALGADO / REVISTA BOCAS |
Conozca al escritor que ha revelado las facetas
sociales de la Colombia profunda.
Por: JORGE PINZÓN SALAS 31 de octubre 2019, 06:44 a.m. Diario El Tiempo / octubre 31 de 2019 / Bogotá
REVISTA BOCAS / EDICIÓN 68 - OCTUBRE 2017
Este jueves 31 de octubre
falleció Alfredo Molano a sus 75 años. Esta entrevista fue publicada
originalmente el 22 de noviembre de 2017, por la revista BOCAS. La republicamos
como homenaje a su vida.
Hay un paisaje que lo
acompaña adondequiera que vaya: el de las montañas envueltas en la niebla
espesa de La Calera, donde creció, donde ha escrito sus más de veinte libros y
donde vive rodeado de su núcleo más íntimo.
Es viernes al mediodía.
Afuera cae una llovizna pertinaz que le recuerda su infancia. Desde la ventana
del estudio de esta casa, que construyó en 1982, se alcanza a ver, al otro lado
del páramo, un costado de El Líbano, el latifundio de mil fanegadas sobre el
valle de Teusacá donde sus padres cultivaban papa y trigo con un pelotón de
labriegos que llamaban “amito” al pequeño Alfredo.
Las madrugadas en que la
Luna, en sus fases de mayor influjo, no le daña el sueño, Molano descansa
cuatro o cinco horas, sin interrupción. “Cuando era joven la Luna me provocaba
unas noches muy eróticas, pero ahora no me deja dormir”, dice.
Cuando no está viajando,
se despierta antes del amanecer, prende el radio y, truene o caiga una de esas
heladas que le congelan los huesos, se levanta, hace una jarra de tinto, se
abriga con chompa y ruana y empieza a escribir. Dos horas después hace una
primera pausa para sentarse a meditar durante cuarenta minutos. Luego vuelve a
su escritorio y entre las 10 y las 11 apaga el computador. “Tengo que
reconocerle esa cierta disciplina mía a mi trabajo con Gurdjieff”, dice Molano.
Se refiere al Cuarto Camino, el sistema de ideas del místico armenio George
Ivánovich Gurdjieff.
Habla en voz baja, casi
en susurros. Es tímido, aunque parece gruñón. Además de escribir y viajar por
Colombia, le gusta ver toros, dormir en chinchorro y preparar espaguetis en
todas sus formas. Lo que más disfruta en la setentena, sin embargo, es pasar
tiempo con Antonia, su nieta de once años.
FOTO: PABLO SALGADO / REVISTA BOCAS
A Bogotá baja a regañadientes. Ir un domingo a la
ciudad le parece un sacrilegio. Prefiere estar en La Calera o haciendo trabajo
de campo en una zona rural. A donde no lo dejan entrar en tenis no va. En su
armario guarda más de veinte pares blancos y dos rosados. Manda a hacer las
camisas por encargo una vez al año. Ya no fuma los Dunhill que no podían faltar
en las mochilas que se terciaba en sus primeras correrías. Ahora, como una
especie de recompensa al final de una buena jornada de escritura, se fuma un
tabaco cubano.
El sociólogo y escritor Alfredo Molano Bravo nació en
una clínica de Teusaquillo. Como no había carretera de Bogotá a La Calera en
1944, a los cuarenta días del parto dos peones lo subieron a caballo por un
camino de herradura. Sus héroes de niñez y adolescencia fueron el Llanero
Solitario y Simón Bolívar. ¿Un recuerdo feliz? La Navidad en que le regalaron
un caballo y una silla con todos sus aperos.
Alfredo Molano siempre ha sido un caminante y un
jinete avezado, desde que conoció de niño el antiguo camino real que de Bogotá
conducía al Meta, hasta su más reciente recorrido a caballo de la vereda San
Miguel a Marquetalia, la cuna de las Farc.
A este hombre de estatura baja, abdomen pronunciado de
bon vivant, con acento cachaco, narizón, cara afilada surcada de arrugas, pelo
liso blanco a la nuca y bigote cenizo, sus allegados lo describen como un ser
amoroso, más emocional que intelectual, que sabe celebrar la vida tanto en la
mesa como en la trocha, al frente de un auditorio o en una plaza de toros.
Se formó políticamente al lado de su amigo y mentor
Camilo Torres, el cura guerrillero, a quien conoció en la Universidad Nacional,
donde a mediados de los años sesenta palpitaba un intenso movimiento
intelectual: Marta Traba, Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña y Virginia
Gutiérrez, entre otros. Tras romper con una corriente académica encabezada por
el profesor Darío Mesa, que lo tachó de vulgar publicista de la sociología, se
graduó y dio rienda suelta a su espíritu andariego. Durante casi tres años
vivió en Medellín, donde fue investigador del Incora, profesor en la
Universidad de Antioquia y discípulo del filósofo Estanislao Zuleta. De allí
viajó a Francia con una beca de doctorado junto a su pareja de entonces y con
los dos primeros hijos de los cuatro que tuvo. No se graduó de doctor porque su
tesis sobre la colonización del Ariari le pareció más literaria que teórica al
profesor que la dirigió.
Con su obra, Molano ha dibujado el mapa de un largo
conflicto agrario. Ninguna región y casi ninguna lucha campesina del último
tercio del siglo XX en Colombia han escapado a su escrutinio. Los bombardeos de
El Pato, Selva adentro y Siguiendo el corte fueron los primeros libros suyos
que tuvo el gusto de ver impresos. El primero es el testimonio de una mujer
víctima de la guerra en Huila. El segundo es una radiografía de la colonización
del Guaviare. El tercero reúne historias de conflictos territoriales y guerrilleros
legendarios. Su prestigio como cronista de la violencia en Colombia no hizo
sino crecer con Los años del tropel, Trochas y fusiles, Del llano llano o Ahí
les dejo esos fierros, algunos de los títulos más destacados de una obra que
explora las causas de la inequidad en un país que quedó dividido después del 9
de abril de 1948. Su más reciente libro, De río en río, es el resultado de su
primera incursión de rigor en territorios negros del Pacífico como Tumaco,
Guapi y Timbiquí.
También en la televisión, Molano ha dejado su huella
de relator cercano al naturalismo. Los sesenta capítulos de la serie Travesías,
que dirigió a comienzos de los años noventa, contribuyeron a que la Colombia
urbana abriera los ojos a esplendores lejanos: Vichada, Guainía, Vaupés y el
Orinoco. Para su mejor amigo, Fernando Rozo, con el que recorrió medio país
entrevistando gente, uno de los retratos más fieles de Alfredo es con un
sombrero alón de fieltro y un pañuelo raboegallo anudado al cuello, hablando
con un campesino viejo o tomando notas frente a un ruedo para sus crónicas
taurinas.
Fue fiestero hasta que una hepatitis lo alejó del
trago. Ya no se toma más de un par de copas de Campari o de Jerez. O de
aguardiente Llanero si está en Chaquevá, su finca en Vichada que los
paramilitares le arrebataron para montar un laboratorio de cocaína y que, al
cabo de varios años, con la ayuda de sus hijos, logró recuperar.
La confrontación con el poder ha marcado el destino de
Alfredo Molano. Sus columnas de opinión le han granjeado líos con la mafia y
con la justicia. Veinte años atrás, el paramilitar Carlos Castaño le envió una
amenaza velada que lo empujó al exilio, y hace una década sostuvo una sonada
disputa legal con la poderosa familia Araújo, de Valledupar, que lo demandó por
injuria y calumnia. Tres años después la Fiscalía lo absolvió.
Actualmente Alfredo Molano dicta una cátedra en la
Universidad Externado y escribe una columna semanal, cada domingo, en El
Espectador. Cada vez que puede le hace el quite al frío de La Calera y se
encierra a escribir en la casa que compró en el centro de Honda.
En el 2014, la Universidad Nacional le concedió el
doctorado honoris causa. En el texto que leyó al recibirlo, Molano dijo: “Se tiene
miedo de escribir porque se tiene miedo de escuchar, porque se tiene miedo de
vivir. Quizá por eso son más seguros los conceptos y los prejuicios”. El año
pasado recibió el Premio Simón Bolívar por su trayectoria periodística. “Los
premios a toda la vida se los dan a los que van a morir rápido”, me dijo una
mañana de mayo en el asiento de atrás de la camioneta blindada en la que se
mueve desde hace ocho meses.
Este debe ser uno de los pocos Estados del mundo que
tiene que ponerles guardaespaldas a algunos de sus periodistas. ¿Se siente
realmente en riesgo?
Siempre es posible que haya una mano que quiera
joderlo a uno, pero yo no me siento así. Lo que pasa es que yo no soy nuevo en
esto. Yo me he puesto en riesgo siempre. Los escoltas viven muy moscas, quién
sabe qué sabrán. La paranoia es un juego de la vanidad que dice: “Es que yo soy
tan importante…”. Y yo no le juego a eso. Por otro lado, hay una vaina muy
complicada con la Unidad de Protección: cada mes le dan una cierta cantidad de
combustible a uno, y si se pasa toca sacar del bolsillo propio. Entonces, como
yo viajo tanto, me tiene arruinado el combustible de esta camioneta.
¿Cuál ha sido su relación con el dinero?
Yo no he sido un hombre de negocios. Cuando no tengo
plata me afano. Mi objetivo nunca ha sido hacer dinero. Yo he cambiado la plata
por mi independencia. Cuando decidí no estar metido en las oficinas ni hacer
consultorías ni todas esas güevonadas, me jugué la carta de la independencia.
Eso me ha costado no tener pensión, vivo de lo que sigo haciendo.
ALFREDO MOLANO. FOTO: PABLO SALAS / REVISTA BOCAS |
Ha estado en casi todas la zonas de concentración de
las Farc en los últimos meses. ¿Qué ha visto?
Visité siete Zonas Veredales. Lo que he visto es que
las construcciones están mal hechas. Parecen más campamentos para refugiados
que para una guerrilla que se está desmovilizando. Yo había comenzado a pensar
que ese incumplimiento del Estado era calculado, pero la conclusión a la que
estoy llegando es peor y resulta que el Estado es así, inoperante.
Han pasado más de treinta años desde sus primeras
incursiones en zonas de guerra. ¿Algún actor armado lo secuestró alguna vez?
Las Farc me detuvieron tres veces. Una en La Uribe,
durante tres días. Me trataron bien, pero me mantuvieron aislado. Me daban los
tres golpes diarios de comida y me conversaban. Otra vez, en caño Dando, en el
Ariari: tres días durmiendo en una mesa de billar y soportando jugadores y
borrachos de día. La última fue en Calamar, Guaviare. A punto de ser amarrado,
me salvó la intervención del Cabildo Municipal, que habló con el comandante y
además me nombró visitante ilustre.
Usted ha entrevistado a muchos guerrilleros. ¿Cómo fue
su encuentro con Tirofijo?
Lo vi dos veces. La primera en 1984, durante los
Acuerdos de La Uribe. Ahí también conocí a Timochenko, a Jacobo Arenas y a
Alfonso Cano, con quien me encontraría después muchas veces. Luego de dos días
de camino, desde La Uribe hasta La Caucha, llegué mamado a la casa de
Marulanda, pero el hombre no salía. Yo quería saludarlo, pero nada que se
dejaba ver. Me puse a hablar con Alfonso y otros comandantes y yo veía que
detrás de una palizada de guadua algo se movía. Era como una sombra. Al rato me
di cuenta de que era Marulanda, que me estaba mirando por un hueco. Era tan
desconfiado y astuto que, antes de salir a saludar, se escondió para asegurarse
de quién andaba por ahí. Luego salió y hablamos. Lo volví a ver en el Rincón de
Los Viejos, cerca de Ucrania, Alto Duda, donde estaba la tumba de Jacobo Arenas
y donde comenzó el bombardeo ordenado por Pardo y Gaviria para acabar con las
Farc en 1990, un mes antes de la elección de constituyentes de 1991.
¿Cuándo empezó a interesarse en las historias de otras
personas?
Yo tenía unos cuatro años y me acuerdo de que todos
los días, a las seis de la tarde, llegaban los peones a comer a la hacienda y
alrededor del fogón empezaban a contar historias sobre sus héroes y sus asuntos
cotidianos. No había televisión. Tocaban tiple, mamaban gallo y hablaban de sus
amigos, de sus parientes, de los vecinos… Me imagino que muchísimas mentiras: que
metieron a aquel a la cárcel, que se emborrachó este, que ese se comió a la
otra. A mí me fascinaba oír todo eso.
Resúmame su época de rebeldía adolescente.
Me echaron de varios colegios porque todo el tiempo me
daba trompadas con mis compañeros. El primero fue La Salle. Los curas me
producían pavor: como a mí no me vestían con saco y corbata, sino con bluyín y
tenis, yo terminaba señalado. Después entré al Cervantes porque mi abuelo era
amigo de los fundadores. Ese colegio también fue complicado para mí porque yo
seguía siendo montañero y no jugaba fútbol. Los curas eran unos hijueputas
fascistas que habían pasado por la guerra civil española. De ahí me echaron por
darle una patada a un cura que me jaló una oreja. Pasé al Emmanuel D’Alzon,
luego al Refous, después al Germán Peña y me gradué del Real de Santa Fe, un
colegio superperrata, el único en el que me recibieron y que me bajó de
estatus. Mi mamá me buscó cupo en el Campestre y en el Moderno, pero no me
aceptaron. El rector del Real de Santa Fe decía que ese era el colegio de los
niños malos de las familias bien.
¿Qué recuerdos tiene de sus padres?
Papá leía libros en inglés, odiaba al “Negro” Gaitán y
llevaba la contabilidad de la hacienda. Mi mamá estaba pendiente de las
cosechas. A ella le gustaban los toros, pero mi papá detestaba las corridas
porque le parecían actos bárbaros y sangrientos. Él se había educado en Estados
Unidos y no hay peor enemigo de los toros que la cultura anglosajona. Cuando
cumplí diez años, mis padres, acorralados por las deudas, vendieron casi toda
la hacienda y compraron tierras en los Llanos. Allá fracasamos y nos fuimos
arruinando.
¿Cuáles fueron las primeras mujeres que le movieron el
piso?
A comienzos de los años cincuenta uno no tenía
contacto con las niñas. Por eso una vez, al ver a una campesinita orinando
acurrucada, sin pipí, me asusté. Hasta el año 1960 las mujeres eran, para los
de mi generación, seres ideales, como la Bardot, con quien tuve mi primer orgasmo
de adolescencia. Mi primera novia era morenita y pecosa y mi papá, que era tan
clasista, la odiaba, entonces me hacía la guerra. Fue la primera mujer con la
que me acosté en serio. Bueno, no, en realidad la primera fue una puta en San
Martín que me prendió una venérea. Íbamos a caballo con mi primo desde la finca
hasta San Martín y terminamos en un puteadero.
¿Esa morenita fue con la que se escapó a los Llanos?
Sí. A raíz de una pelea con mi papá, me bajé furioso
del carro y fui a buscarla para proponerle que nos fuéramos a vivir juntos. Esa
aventura fue inspirada en Alicia y Arturo Cova, los protagonistas de La
vorágine. Yo pensaba ir a la finca de la familia en los Llanos, vender un par
de vacas y con ese dinero irnos para alguna parte del mundo, sin un destino
claro. Era un desafío y nos fuimos. Mientras yo iba hasta la finca por las
vacas, ella se quedó en un hotel de Villavicencio. Cuando regresé vi a su papá
buscándola y no fui capaz de evitar al señor. Me dio pena con él y hasta ahí
llegó la aventura, que duró como diez días.
¿Cómo fue su etapa universitaria?
Mi papá me regaló un Pontiac para que pudiera ir de La
Calera a la universidad. A mis 18 años y con carro, la pasaba muy bien. Un
compañero poeta me describió en un verso como un “burguesito de verde
simpatía”. Andaba con muchachas, tomaba trago y empezó mi relación intensa con
Camilo Torres. Teníamos un combito con el que nos emborrachábamos. Camilo
todavía andaba con sotana. Una vez, borrachos, le quitamos el cuello de la
sotana y empezamos a jugar cascarita. Hablábamos de güevonadas. Camilo era muy
disipado, seducía a las mujeres con facilidad. Sus clases eran una mamadera de
gallo.
¿Cuándo derivó esa “socialbacanería” en un compromiso
político más serio?
En tercer año de sociología. El Frente Unido me empezó
a transformar. pero al principio era la juerga. Sociología era la facultad
irrespetuosa de la Nacional. No usábamos corbata y muchos fumaban marihuana. Yo
no porque la detestaba, siempre me pareció horrorosa. Perica sí metí un tiempo
después, pero solo durante tres años. La última vez que vi a Camilo me dijo:
“Yo me voy para el monte, ¿y usted cuándo se va?”. Me puso nervioso esa
invitación, aunque ya teníamos un grupo que, sorteando múltiples peligros,
entrenaba para la guerrilla, robaba comida para la guerrilla o conseguía armas.
¿A dónde iba a buscar armas?
Un par de veces, en las vacaciones de la universidad,
fui a Capitanejo, donde sabía que vivían campesinos que habían estado en la
guerra de los Mil Días o en la Violencia y que debían tener armas guardadas.
Ese fue un contacto con la vida del campo muy importante para mí, que me llevó
a interesarme por la economía rural y los movimientos campesinos.
¿Fue “mamerto” en el sentido estricto del término?
Ese término fue un invento de Jorge Child, periodista
de EL TIEMPO e intelectual del MRL, que era un mamagallista. Usó esa palabra
porque terminaba como los nombres de algunos comunistas: Gilberto, Filiberto…
Era un término que se usaba para la gente del Partido Comunista y de la JUCO,
era una ironía. Los mamertos eran los reformistas, pero con mística, y los que
éramos más radicales les echábamos en cara eso de que fueran reformistas siendo
un partido dependiente de la Unión Soviética. Les decíamos mamertos como algo
un poco despectivo. Yo nunca fui mamerto porque nunca pertenecí al Partido
Comunista ni a la JUCO.
¿Qué cargaba en sus primeros viajes?
Un morral de unos 12 kilos, un repuesto de tenis, un
repuesto de camisa, un repuesto de pantalón, un libro, una grabadora de casete
grande, de cuarenta minutos, una libreta de notas y por lo menos dos cartones
de Dunhill, que era el cigarrillo que me gustaba fumar. Debo tener guardadas
unas doscientas libretas de notas.
¿Qué significó Estanislao Zuleta en su vida?
Él fue mi verdadero profesor. Con él estudié a
profundidad El Capital. Esa fue una lectura seria, contrastada con la edición
alemana. Con Zuleta trabajé de manera sistemática las obras de Marx, Nietzsche,
Freud, Dostoievsky, Mozart, Wagner, porque él era un hombre del Renacimiento:
integral, completo. Nos reuníamos rigurosamente todos los sábados desde las
siete de la mañana en su casa. Éramos como veinte personas. Desayunábamos y por
ahí a las diez nos tomábamos el primer trago. Terminábamos borrachos a las
cinco de la tarde. Zuleta, mientras más borracho estaba, más lúcido era. Era un
seductor intelectual la cosa más berraca, con el atractivo adicional de haber
sido guerrillero en el Sumapaz junto a Juan de la Cruz Varela.
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