miércoles, 30 de octubre de 2019

Edición Número 106, Girardot, Octubre 30 de 2019:-TESTIMONIOS / UN JUEZ RURAL EN GUATAQUI




                                                            Edición Número 106 Girardot,Octubre 30  de 2019



TESTIMONIOS*
UN JUEZ RURAL EN GUATAQUI
1955

POR RAMIRO CÁRDENAS




1940 APROXIMADAMENTE. TEMPLO CATÓLICO SANTO DOMINGO DE GUZMÁN
DE GUATAQUÍ (CUNDINAMARCA)


En la casa municipal semejante a las que habíamos visto hasta entonces, aunque más grande, nos aguardaba el alcalde. Todo estaba listo para la posesión, menos la estampilla. Firmé el acta, hice un juramento y me senté a descansar. Había sido un acto anodino, desprovisto de trascendencia, pero sumamente importante para mí, puesto que ahora sí podía renunciar. Quizá hubiera sido lo mejor, pero ya metido en la hondura me pareció cobarde admitir tan pronto una derrota y decidí esperar. Enseguida recibí el juzgado por "riguroso inventario", así: Tres asientos, una mesa, dos bancas, ocho asuntos civiles, once penales, cuatro códigos, algunos folletos, un estante repleto de compilaciones de leyes, y un poco de libros viejos y amarillos. No existía ni papel, ni tinta, mucho menos máquina de escribir. Hasta entonces, para ser juez municipal en este pueblo sólo se necesitaba tener una letra grande y clara de notario. En total, lo existente era perfectamente inútil. De él no existía sino el nombre. No había acabado de recibir la oficina, cuando llegó un señor y dijo que venía por el candado que era de su propiedad. Consulté el inventario y efectivamente, no figuraba entre los pocos enseres que yo había recibido. Mi compañero y yo nos miramos entonces con lástima y pena. Él era el secretario y yo el Juez municipal de Guataquí (1).

Los primeros días de judicatura fueron monótonos, calurosos, pesados, sin que nada extraordinario perturbara el trabajo de la oficina. Bastó una semana de intensa labor, para observar que, descontando las numerosas demandas verbales, muy poco era el trabajo del juzgado. Expedientes viejos y amarillentos, iniciados diez años atrás fueron entonces revisados uno a uno. Quedé asombrado. Ni jueces ni alcaldes anteriores, forzoso es confesarlo, tenían los conocimientos elementales de derecho que posee el escribiente de un juzgado de la ciudad. Aquí todo era imperfecto, cuajado de errores, plagado de absurdos, tanto en cuestiones civiles como en asuntos penales. Saltaba a la vista la indolencia de alcaldes y jueces, y, sobre todo, la falta de colaboración de los primeros con la justicia. Afortunadamente, el índice delictivo era muy bajo, si se considera que Guataquí sólo tiene tres mil habitantes. "Pobre pero honrao", el guataquiceño es respetuoso de los derechos de los demás y, sin embargo, a pesar de estas cualidades, las infracciones a la ley se presenta bajo la forma de delitos contra la propiedad, siendo frecuentes "la estafa" y el "abuso de confianza". En orden descendente siguen los delitos "contra la libertad y el honor sexuales", para terminar con "las lesiones personales" y el "homicidio", como casos de excepción. En este pueblo, el que mata o hiere no es de Guataquí, es un personaje extraño a la tierra y a sus costumbres, afirmación que cobró mayor fuerza antes del trece de Junio de 1953.

Los delitos contra la propiedad y las querellas de policía, tienen en Guataquí como única causa el medio económico y social que rodea al habitante de la orilla del río y, más concretamente, a la pobreza del riberano.

Gentes sin mayores recursos, todos sus ingresos provienen del maíz, producto que se cultiva en grande escala, pero en tierra ajena. De los tres mil habitantes, talvez sólo el cinco por ciento aproximadamente es propietario. El noventa y cinco por ciento restante está formado por una gran masa de arrendatarios, aparceros y peones de las grandes haciendas. En estas condiciones el único ingreso positivo y real del guataquiceño es el que obtiene a cambio del trabajo diario, porque el cultivo del maíz apenas en contadas ocasiones le deja alguna utilidad. Como la tierra es de otros, tiene que cultivarla en compañía del patrón, quien sólo suministra la semilla. El resto, desde la siembra hasta a recolección y transporte del maíz a la casa de la hacienda es un costo que paga el agricultor hasta entregar la mitad del producto total de la cosecha al dueño de la tierra. En estas condiciones de trabajo, fácil es advertir que el productor no recibe ninguna utilidad. Y como el proceso del cultivo absorbe cinco meses del año durante los cuales tienen que comer el campesino y su familia, el trabajador empieza a endeudarse progresivamente desde el día siguiente al de la siembra. Crédito en tiendas y almacenes de ropa o la venta de cargas de maíz para entrega futura –cuando la cosecha esté dada”- efectuadas siempre a menos precio, van mermando las pocas utilidades de una cosecha incierta, sujeta a las eventualidades del tiempo no siempre favorable.



1875. 'UNA CALLE DE GUATAQUÍ'. GRABADO DE RIOU.
'AMÉRICA PINTORESCA' . EL ÁNCORA EDITORES.
 TERCERA EDICIÓN BOGOTÁ, 1987.


Resulta entonces que si la cosecha no es buena o el precio está bajo en el mercado de Girardot, el campesino ha perdido su tiempo y su trabajo y además está cargado de deudas con las naturales consecuencias judiciales. Esta es la razón para que la actividad de un Juez Municipal en Guataquí este reducida en derecho civil, a solucionar pleitos originados en el cultivo y negocio del maíz, especialmente  “juicios de lanzamiento” del patrón contra el arrendatario y “juicios ejecutivos” del tendero o el comerciante contra el campesino, sumados siempre a numerosas demandas verbales donde generalmente está pendiente la entrega de una o varias cargas de maíz, Así por lo menos ocurría cuando yo era Juez Municipal.

Estos pleitos siempre resultan llenos de complicaciones, originados en el medio social. El guataquiceño, con mayor razón el dirigente político o el alcalde, no creen en la rectitud del juez ni en la eficacia de la justicia. Todas las actuaciones del funcionario las explican y las interpretan como cuestiones políticas o con complaciente criterio de compadrazgo, punto de vista que creo es común a casi la mayoría de los pequeños municipios de Colombia.

Esta situación se hizo patente desde los primeros días del ejercicio de mis funciones, más concretamente el día en que llegó al juzgado una señora a presentar una demanda verbal contra una vecina que le había causado algunos daños en sus haberes. Demostrado el derecho que asistía a la demandante, se dictó la sentencia condenando a la otra a pagar una pequeña suma de dinero, inferior veinte pesos. Alguien le aconsejó que con la copia de la sentencia iniciara la demanda ejecutiva, y, efectivamente así lo hizo, resuelta a hacerse pagar mediante el embargo de unas gallinas de la demandada, únicos bienes que esta poseía. Como es natural se planteaba una doble cuestión, es decir justicia o corazón. Afortunadamente antes de que esta situación culminara en el despojo de las gallinas de la podre mujer, un señor quien después resultó ser miembro de un directorio político, pagó la suma que se reclamaba en el pleito.

Este incidente despertó en el pueblo una serie de comentarios montados sobre el convencimiento firmemente arraigado en las gentes de que detrás de toda actuación del funcionario, sea alcalde o juez, existe un móvil político o una suma de dinero.

Esta actitud frente al funcionario no es nueva ni original. Viene de tiempo atrás, ya que al decir de muchas gentes, los jueces y los alcaldes anteriores no se distinguieron precisamente por la ponderación, la imparcialidad y la rectitud de sus actuaciones. Sea de ello lo que fuere, el hecho evidente es Que el campesino no creía mucho en la justicia de los funcionarios ni en la legalidad de sus actuaciones. Por eso, cuando por alguna circunstancia algo tenía que ver en  las oficinas públicas no era raro que murmurara al salir: "claro, como no tengo plata”, filosófica exclamación que todo lo explicaba, con mayor razón si la decisión le era adversa. Por la misma razón no era extraño que al terminal la lectura de cualquier pieza de un proceso en que resultara afectado agregara siempre: "Bueno doctor, yo firmo pero apelo", así se tratara de una simple citación.

A esta atmósfera de desconfianza en la justicia, había contribuido poderosamente la conducta del alcalde. Hombre que ya había traspasado con holgura el límite de los cincuenta años, era un personaje reservado, malicioso, lleno de complejos y quisquillosidades y muy susceptible al comentario callejero. Como desde su llegada se había granjeado la mala voluntad del comité político de su partido, la animosidad entre ellos era constante, situación que se reflejaba intensamente en la vida del pueblo. Las actuaciones del alcalde eran criticadas por sus copartidarios y sus órdenes desobedecidas o ejecutadas a regañadientes por los dos únicos agentes de policía, quienes se habían plegado al bando de los dirigentes políticos locales. Pero esto no era todo. Había aún más. Para contribuir al mal ambiente que lo rodeaba, el pobre hombre había contraído una serie de cuantiosas deudas que eran motivo de continuos reclamos y murmuraciones, hasta el punto de que se vio obligado a declararse Impedido en casi todos los negocios que cursaban en su despacho, aún en  las simples querellas de policía, con el natural recargo de trabajo para el juzgado.

A pesar de las críticas, el alcalde no daba su brazo a torcer, y siempre trataba de vengarse de sus enemigos, de ofrecerles pelea en cualquier terreno. Multas y decretos con nombre propio eran su arma preferida, amenizados con bandos dominicales previa convocatoria del vecindario a los golpes de un viejo tambor. En estas sesiones después de hablar de temas en apariencia de interés general, terminaba zahiriendo al directorio y reclamando el apoyo de la ciudadanía para sus campañas cívicas saboteadas por los “malos hijos del pueblo”.




2006. GUATAQUÍ. TEMPLO CATÓLICO SANTO DOMINGO
 DE GUZMÁN, REFORMADO

Precisamente por esta actitud del Jefe de la administración se provocó un conato de lance personal con el presidente del directorio, sin mayores consecuencias, ya que el asunto no pasó de un cambio de agresiones verbales. Pero el alcalde, terco y quisquilloso, presentó en el juzgado el denuncio correspondiente, configurando en el libelo un presunto atentado contra su vida.

En realidad se trataba de una simple cuestión policiva, debida más que todo a la debilidad del alcalde, incapaz de hacerse respetar como funcionario y como hombre. Así se lo insinué discretamente, advirtiéndole que no pensaba dar curso a la denuncia como en efecto lo hice, rechazándola por medio de un auto interlocutorio. Al alcalde le disgustó la providencia y muy pronto tomo represalias mediante la invariable acusación, arma favorita de estos funcionarios cuando el juez no se pliega a sus caprichos. Después, ante el fracaso del recurso, apeló a cuestiones más positivas. Si después de las siete de la noche, el secretario, yo o cualquiera de mis amigos –que eran muy pocos- nos encontrábamos en cualquiera de los escasos sitios de esparcimiento, inmediatamente lo hacía cerrar por la policía, alegando muy ingeniosamente que la medida no pretendía otra cosa que prevenir posibles desórdenes y para evitarse la reconsideración de la orden, desaparecía de la zona urbana. Esta medida se la aplicaba rigurosamente a todo el que no fuera de su agrado pero el abuso le resultó a la larga desagradable. Cuando resolvió terminar con una inofensiva reunión bailable organizada por un oficial en retiro, encargado de la conscripción militar, este se quejó a la gobernación con las naturales consecuencias para el alcalde, quien estuvo a punto de ser despedido. Un memorial de los vecinos salvo la situación, ya que por lo menos el alcalde, justo es reconocerlo, era enemigo de la violencia y los vecinos, con razón, entre dos males optaron por el menor.

Este nuevo incidente, hizo más inestable su situación. El alcalde no era más que un prisionero de sus propios actos, sin ningún prestigio, respaldo ni autoridad para sortear los pequeños problemas municipales. Como último recurso, cercado por las deudas y el ambiente hostil, buscó un acercamiento con los demás empleados, inclusive con nosotros mismos.

A pesar de estas controversias, propias de estos pueblos monótonos y olvidados, la vida del juez y el ritmo de trabajo eran normales, porque prudentemente, tanto el secretario como yo, nos manteníamos al margen de la política local y hasta de la atmosfera social.

Nuestras dificultades tenían otro origen y otra dimensión. Después de tres meses, la única oficina que atendía regularmente los asuntos era el juzgado, aunque bastante recargado de trabajo por causa del alcalde quien siempre se declaraba impedido, ya porque en las cuestiones de su despacho figuraban como partes interesadas sus enemigos o bien porque se trataba de sus acreedores, que sin exageración, comprendían casi toda la población pudiente.

Lo más desesperante de esta situación era la falta de colaboración del alcalde y de la policía en cuestiones penales, de preferencia en el diligenciamiento de comisiones y en la instrucción sumarial. Este funcionario como nunca cumplía las comisiones o estaba impedido, y los agente, renuentes a cumplir las órdenes del mismo, alegando pretextos absurdos, eran factores negativos que hacían casi imposible la labor del juzgado, hasta el punto de que para hacer comparecer una persona a la oficina tenía que citar el juez mismo. Si a esto se agrega la ausencia de útiles de escritorio, especialmente la falta de una máquina de escribir, y la ausencia de abogados para encomendarles las defensas de oficio, se comprenden mejor las dificultades que había que sortear. Menos mal que las vacaciones judiciales de fin de año, aliviaron mi situación, Cuando subí a la lancha que hacía el recorrido Guataquí-Nariño (3) con rumbo a Bogotá, estaba harto de judicatura.





GUATAQUÍ. CENTRO DE PERFORACIÓN PETROLERA. VEREDA MACANDA
DESMONTADA EN 2013.



II



El siguiente año como juez en Guataquí fue el año de los muertos. La situación de orden público era cada día más grave en todo el país. En Guataquí, hasta entonces al margen de la violencia, empezaron a notarse síntomas de intranquilidad. Circulaban rumores alarmantes que mantenían a la gente nerviosa pero nadie decía nada. Este ambiente de tensión culminó un domingo del mes de febrero, La policía había sido relevada hacía ocho días. Ese domingo, el pueblo estaba lleno de gente de todas las veredas del municipio, incluso de Guataquicito, el caserío tolimense de otro lado del río Magdalena.
En la plaza reinaba la animación. Los hombres conversaban, hacían su mercado, ingerían cerveza tibia o jugaban al tute en un toldo de la plaza, mientras las muchachas paseaban en bicicletas de alquiler. A mi regreso del río después de nadar un poco –única distracción para el empleado en Guataquí- me encontré con el nuevo comandante del puesto de policía, llegado ocho días antes, quien me invitó al bar-tienda. Lo acompañé un momento y me retire enseguida hacia el juzgado. A las doce del día, el mismo agente estaba ebrio, acompañado de un individuo que siempre que se emborrachada se encargaba de recordarle a Guataquí cuál era el partido de gobierno (4). Cuando lo vi acompañado del policía, presentí que algo iba a ocurrir, y efectivamente, la fiesta empezó a las cuatro de la tarde. El agente continuaba bebiendo en una tienda de la plaza, mientras varios ciudadanos apretados en la puerta, miraban hacia adentro. En el pueblo mirar beber es todo un espectáculo y el guataquiceño se divierte plantándose en la entrada de las cantinas para mirar beber a los forasteros.

Un poco después, el policía ya estaba perfectamente borracho, pero ahora profería expresiones desafiantes, sin individualizar su belicosidad y sin embargo la gente permanecía en la plaza. Cuando volví a asomarme a ella, la gente corría en distintas direcciones. El policía perseguía a puñetazos a un hombre delgado y moreno, que escapando al ataque, encontró una puerta abierta y se refugió en ella, atrancándola por dentro. El otro agente corrió hacia el cuartel, instalado en el salón donde antes funcionaba el concejo municipal y regresó a la plaza con los fusiles. Casi al instante sonaron los primeros tiros. En la plaza todo era confusión y espanto. No se escuchaban sino las explosiones de los fusiles, gritos, cerrar de puertas y carreras apresuradas. La gente despavorida e indefensa, corrió hacia el Magdalena y en las canoas amarradas en el puerto huyó hacia el Tolima, mientras los policías agotaban los proveedores disparando continuamente. Agotada la munición, la emprendieron a culata contra los rezagados que huían por zanjas y barrancos (5).

El secretario del juzgado, quien conoció en el ejército a uno de los policías, trató de calmarlo. La respuesta fue un culatazo que esquivó hábilmente, mientras el policía la emprendió con el alcalde quien al fin se hizo presente, sin que su debilitada autoridad fuera atendida. Por el contrario, los dos agentes se refirieron a él en términos ofensivos y lo obligaron a retirarse de la plaza, hasta que la obscuridad puso fin a este estallido de violencia, sin más consecuencias.

Efectuada la investigación, y a pesar de que la policía trató de darle a los hechos el carácter de ataque a la autoridad, los agentes fueron trasladados entre la complacencia general.

Sin embargo, la actitud de la policía hizo pensar al pueblo en sucesos más graves, Se hablaba del “Diablo”, un guerrillero fantasma que dizque operaba en las zonas de Armero, Guataquí y Beltrán y quien posiblemente tomaría represalias. Una noche se dijo que venía el mencionado guerrillero a tomarse a Guataquí (6). La alarma fue general. Policía cívica, puestos de observación, toque de queda y éxodo del pueblo hacia la hacienda de Chicuá, fue la consecuencia de la falsa alarma. Después todo volvió a su ritmo normal, sin que se alterara la vida cotidiana.

El mismo calor, el mismo río, la misma gente, ya eran cuestiones habituales y sin importancia. Nos habíamos acostumbrado a ellas. Creo que hasta empezaba a gustarme Guataquí con su vida quieta y monótona desgajándose lentamente en un tiempo distinto, casi desconocido, sin problemas y sin complicaciones.

Ahora todo nos parecía más fácil, inclusive el levantamiento de cadáveres. De cuando en cuando bajaba uno, dos y hasta tres, rumbo hacia Honda sin que las autoridades dispusieran de medios para recogerlos. No se podía hacer nada, había que dejarlos pasar. Solo cuando arribaban a la playa, se hacía el levantamiento en las peores circunstancias. Verdes, inflados, desgarrados por las “mueludas”, “nicuros” y “dentones”, llegaban a la playa, saturándola de olor insoportable. Como el municipio hasta ese momento carecía de bóveda para guardarlos mientras venía el legista de Bogotá a practicar la autopsia, era preciso inhumarlos provisionalmente en la playa. En algunas ocasiones, los parientes de los muertos bajaban por el río, hurgando los remansos en busca de los cadáveres. Cuando los encontraban, ya era imposible llevarlos a otro sitio para darles sepultura. Después venían las complicaciones. Cuerpos putrefactos, muertos quien sabe en qué parte del río, imposibles de identificar, totalmente destrozados por la acción del tiempo y de los peces, de tal manera que era muy difícil determinar si habían fallecido por simple accidente o víctimas de la violencia que envolvió al país. Lo grave de la cuestión consistía en que cada muerto que arrimaba a la playa implicaba una investigación que no siempre culminaba con “éxito”, dadas las dificultades que a diario se presentaban, empezando por la identificación de la víctima y el sitio donde había muerto.





GUATAQUÍ. CACTUS GIGANTE


No obstante el juzgado daba rendimiento, despachando con eficiencia y prontitud las cuestiones de su resorte y, sobre todo, y lo que es más importante, dándole prestancia y jerarquía a la función judicial, hasta entonces y no solamente en Guataquí, mirada con desvío, cuando no manifiesta hostilidad debido a los factores que se dejaron anotados al principio de estas impresiones. Es bueno aclarar que el origen de las dificultades de un juez Municipal quizá arranquen del decreto 1231 de 1951, no por lo que el decreto establece, en mi concepto benéfico para la justicia, sino porque los alcaldes no están dispuestos a ceñirse a sus normas en cuanto a sus relaciones con la justicia municipal. Al convertirse los jueces municipales en jefes de instrucción dentro del respectivo municipio, con funciones claramente determinadas en el decreto, los alcaldes no podían mirar con buenos ojos que los encargados de vigilar sus actuaciones en asuntos penales fueran los abogados recién graduados en la universidad. El decreto contribuyó a agilizar la administración de justicia y sin embargo, y a pesar de la vigilancia ejercida por los jueces, con no pocas dificultades, los términos procesales no se cumplían siempre, dándose el caso de individuos capturados caprichosamente que pasaban hasta ocho días sin que se les recibiera indagatoria y todavía mucho más tiempo sin que no les definiera su actuación jurídica.

Por otra parte los alcaldes, sobretodo en la tierra caliente como puede observarlo en Guataquí, en sus actuaciones utilizan la coacción atemorizante para obtener determinados resultados. Por Ejemplo cuando se trataba de la instrucción de delitos “contra la libertad y el honor sexual”, el último alcalde que conocí en Guataquí –hubo dos mientras estuve como juez del municipio- se valía de todos los medios a su alcance para atemorizar al sindicado, negándole en la práctica todo derecho de defensa con un aparato verdaderamente impresionante, hasta que el pobre sindicado terminaba por ir a la iglesia, así fuera inocente de los cargos imputados.

Cuestiones como estas y otras muchas, requieren la intervención del juez, presentándose entonces el conflicto con el alcalde del pueblo, quien no puede resignarse a que su autoridad de pequeño dictador municipal pueda ser puesta en tela de juicio por un juez. El remedio seria nombrar alcaldes-abogados y personeros-abogados (7) en todos los municipios de Colombia, para facilitar así la labor de la justicia, y garantizar eficazmente los derechos ciudadanos.

En Guataquí los asuntos civiles no ofrecían las mismas dificultades, como es natural, por la índole misma de la materia. Pero en cambio, daba lugar a las más variadas interpretaciones sobre el fallo del funcionario, ya que como se dijo a principio, existía la creencia de que con “plata todo se arregla”.

Después de mi experiencia como juez rural, con todas las dificultades, problemas y satisfacciones que se presentan en los pueblos, puedo afirmar que la labor de administrar justicia en ellos, se traduce en grandes beneficios para el municipio, mucho más que para el joven abogado que la imparte. Para este, sólo representa un poco de práctica pues lo negocios son pocos en virtud de que la competencia de un juez municipal es reducida. Lo que se gana es compenetración con los problemas de la justicia, no solo jurídicos sino humanos y afán de resolverlos para bien del país, y más concretamente para beneficio del campesino colombiano.

Como es lógico, para lograr este objetivo, no solo es indispensable una reforma de los códigos y una rigurosa selección del personal encargado de administrar justicia. Quizá también sea necesaria una reforma de las condiciones sociales, económicas, políticas y culturales que rigen la vida del país.





GUATAQUÍ. ACTUAL TEMPLO CATÓLICO
SANTO DOMINGO DE GUZMÁN, REFORMADO.

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*MITO / REVISTA BIMESTRAL DE CULTURA / AÑO 1 – JUNIO-JULIO 1955 – N° 2
(1) Pueblo ubicado abajo de Girardot, sobre la banda derecha del río Magdalena. (En el original).
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(2)Nota del Administrador y Compilador (NAC): Guataquí (Cundinamarca)con fundación española de abril de 1539, al lado del poblado primigenio cuyo asentamiento se calcula mayor a 1.200 años. Su nombre panche era el del cacique que reinaba al fallecimiento del anterior, que siempre había tomado el mismo nombre del anterior finado...

(3)(NAC): En ese momento el carreteable Guataquí- Nariño era una trocha para asnos, mulas y gente de a pie. Bajo la administración de Gustavo Rojas Pinilla, se abrió paso la carretera, destapada (sin pavimentar), un gran logro. Posiblemente un automotor denominado chiva, realizaba viajes que vistos hoy eran verdaderas aventuras. Viajar por motor canoa río arriba sobretodo, representaba una solución para trasladarse, pero no estaba generalizado el uso por su alto costo, y adicional los pobladores casi siempre se desplazaban con carga que incrementaba el costo de viaje.   La distancia es de doce kilómetros.

(4)(NAC): Por la descripción del autor, su experiencia en el juzgado pudo ser durante el cuatrienio presidencial del partido conservador (1950-1953), gobierno de Laureano Gómez, quien renunció a la presidencia de la República, siendo sucedido por Roberto Urdaneta Arbeláez Bogotá, (27 de junio de 1890- 20 de agosto de 1972), en calidad de designado, desde (5 de noviembre de 1951 - junio 13 de 1953), en reemplazo de Laureano Gómez Castro. Guataquí siempre ha sido un fortín liberal y del partido liberal, y en esa época de irresolutos cambios de filiación partidista, La Violencia se encontraba a la orden del día. A pesar de todo, en general, Guataquí no padeció ese ciclo terrorífico como otros lugares cercanos y lejanos del territorio nacional, sin embargo, la zozobra se mantuvo durante todos los días, durante buen trecho de tiempo.

(5)(NAC): Recuerdo que algunos ancianos, ya fallecidos, me contaron del suceso más doloroso del periodo violento, y fue el asesinato de un campesino, ejecutado por la policía de rentas en la hermosa y famosa playa de Guataquí. Fue de día. Contaron que no se detuvo a la orden de pare de la autoridad armada; supuestamente venía del otro lado del río Magdalena (Guataquicito) de haber dejado algunas libras de tabaco (el contrabando de este estaba prohibido entre departamentos), en este caso, entre Cundinamarca y Tolima. Pero nadie se rebeló.
Zanjones y barrancos, eso no ha cambiado mucho. El sector urbano de Guataquí se encuentra altamente erosionado. El suelo es deleznable y las medidas  de corte técnico son insuficientes.

(6)(NAC): Agustín Bonilla, conocido popularmente como “El Diablo”, fue un legendario líder guerrillero liberal, cuyo trasegar lo realizaba entre Girardot, Nariño, Guataquí hasta Puerto Bogotá, poblado ubicado frente a la ciudad de Honda (Tolima). Desde luego incursionaba en Ambalema, Venadillo y otros parajes de la orilla del río en Tolima. Su lugar predilecto eran las montañas cundinamarquesas de los caseríos Paquiló y La Popa, municipio de Beltrán. Era el jefe militar del partido liberal en armas contra la dictadura conservadora, en los territorios mencionados. Sus desplazamientos y búsqueda para darlo de baja en Girardot, fueron legendarias y las casonas de adobe alrededor de la plaza de mercado de la ciudad roja de Colombia, fueron testigos mudos de las extrañas desapariciones de Bonilla, cuando buscado por los detectives de la policía secreta, desaparecía como por encanto: se decía que estaba ayudao por el diablo. El líder político en Guataquí fue mi abuelo paterno. Cuando la situación lo exigía coordinaban ciertas cosas, en particular que la furia del guerrillero no se extralimitara, el partido liberal no era un partido genocida. El apoyo logístico para la guerrilla de El Diablo, lo garantizaba el partido liberal de Guataquí. Mi abuelo además de agricultor y nada pobre, fue comerciante toda la vida. Jorge Eliécer Gaitán, líder del partido liberal, el hombre más importante de Colombia en el siglo XX, asesinado en abril de 1948, estaba vivo a pesar de su magnicidio.

Posiblemente lo de la “toma” por El Diablo del poblado de Guataquí, fue más especulación y chisme; aún hoy la adicción en Guataquí por lo último no ha mermado. En el caso de una toma, es claro que vendrían por los policías que dispararon y de algún funcionario de la administración civil, dado que el 90% de la población era de filiación liberal. Las autoridades policiales representaban al gobierno represivo conservador de Laureano y sus áulicos.

(7) (NAC): Esta iniciativa se hizo realidad cuarenta años después. Hoy es un hecho evidente. 



Edición Número 106, Girardot, Octubre 30 de 2019

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