Edición Número 63 Girardot, Marzo 13 de 2019
EL SALVADOR:
EL TEMPLO ENTRE REJAS: UNA HISTORIA DE EVANGÉLICOS Y PANDILLAS*
POR CARLOS MARTÍNEZ
EL TEMPLO ENTRE REJAS: UNA HISTORIA DE EVANGÉLICOS Y PANDILLAS*
POR CARLOS MARTÍNEZ
Exmiembros de las
pandillas MS-13 y Barrio 18 participan de un culto general en el Centro
Penitenciario de San Francisco Gotera, en la cabecera departamental de Morazán,
un departamento a 200 kilómetros de la capital de El Salvador. En este recinto
conviven miembros de ambas pandillas que han mantenido una rivalidad de muerte
histórica por más de 25 años. En este centro penal, dos iglesias, La Final
Trompeta y Torre Fuerte, lideran a los reclusos. Foto de El Faro: Víctor Peña.
Los
miembros de pandillas y los creyentes evangélicos comparten una misma
composición social, han abrevado de la misma fuente de adeptos. Este análisis
explora esa historia en común que ha cristalizado en el penal de San Francisco
Gotera, donde ha ocurrido un milagro o un extraordinario experimento social
cuyos alcances apenas se conocen.
El
Centro Penal San Francisco Gotera se convirtió en el año 2018 en la
cristalización de décadas de simbiosis entre cristianos evangélicos y
pandilleros. Desde dentro se repite con orgullo que lo que ahí ha pasado es,
así, sin atenuantes, un milagro: la mano de dios todopoderoso haciendo de las
suyas, “tocando corazones” y haciendo obras que para los hombres son
imposibles. Así dicen.
Aquella
es una cárcel dura. Durante los 80 se le consideró una cárcel de máxima
seguridad y quienes la vivieron la recuerdan como una oscura pesadilla.
Actualmente viven ahí más de 1 600 personas, aunque está hecha solo para 381.
Escasea siempre el espacio, el agua y el aire. Se apodera de ella, día y noche,
un calor apretado, que aviva los olores y los echa a flotar por cada pasillo,
por cada patio y por cada celda. Ahí
dentro, cada día, durante todo el día, la totalidad de internos –expandilleros
todos– se entrega a una febril actividad religiosa donde cantan, bailan,
celebran cultos, adoran, predican, tocan tambores hechos con barriles,
aplauden, hablan en lenguas, interpretan las lenguas, leen la Biblia, estudian
la Biblia, anuncian profecías, creen en profecías, se convierten, se
reconvierten, se perdonan unos a otros, se perdonan a sí mismos.
La
existencia de iglesias al interior de las cárceles salvadoreñas no es una
novedad, ni siquiera lo es entre pandilleros. Sin embargo, los internos del
penal de Gotera llevaron las cosas a un extremo inédito: en 2015, esa prisión
fue destinada para contener a miembros de la facción Revolucionarios del Barrio
18. Entre ellos, llegaron también 300 internos que se declaraban cristianos.
Con el paso del tiempo, cuando el número de “ovejas” creció, se les concedió un
sector exclusivo para ellos. Pero su número volvió a crecer y se les concedió
otro sector y luego otro y otro… hasta que el penal completo proclamó a quien
quisiera escucharles que ellos ya no eran pandilleros, que abandonaban su vida
anterior y la abominaban.
Como
prueba máxima de su decisión, de que los odios y los afanes mortales que
dirigieron sus existencias habían quedado atrás, los internos tatuados con el
número 18 en la piel, dieron la bienvenida a otros, que habían escrito sobre sí
mismos la M y la S.
En
el año 2018 el Estado dejó de considerar Gotera como una cárcel de pandilleros
activos y trasladó a ese recinto a un centenar de reclusos de la Mara Salvatrucha-13
que se autoproclamaban cristianos. Óscar Vladimir Martínez fue parte de esos
traslados: durante su vida pandillera fue El Zarco de San Cocos y consiguió
escalar hasta ser miembro de la ranfla de la MS-13, la cúpula de la pandilla.
Cuando supo que iba a ser trasladado a un penal de dieciocheros se temió lo
peor y sus miedos crecieron cuando las rejas se abrieron y aparecieron aquellas
caras llenas de tinta y de números.
Los
recién llegados fueron recibidos con algarabía, se agradeció a dios por su
presencia, se celebraron cultos en su honor y se les llamó hermanos. Los
dieciocheros llamaron hermanos a los emeeses. Entre los internos se repiten, se
enseñan unos a otros, que tanta cantidad de prodigios solo puede explicarse a
través de la mano amorosa y perdonera de dios.
*
* *
Soy
ateo. O sea, que en –casi– todos los casos me inclino a creer que no hay dios,
que no hay un morador del misterio, que su poder no existe, que su proverbial
misericordia no es más que una añoranza de hombres machacados por la realidad.
Pero no siempre fui ateo.
Alguna
vez incluso fui católico y como buen católico creí que la verdad mía era la
verdad, a secas. Aprendí a ver, desde la
inmensa altura de mi fe –que había parido a la Teología de la Liberación, a
Óscar Romero, a los mártires jesuitas de la UCA– con un profundo, profundo,
desprecio a los creyentes evangélicos.
Ellos
tan estridentes, tan vacíos de filosofía y de una teología buena –como la mía–
; ellas con esas mantillas en la cabeza y sus faldones largos, tan dadas al
llanto ceremonial, a la epilepsia ritual; unos y otros tan faltos de cimientos
académicos, tan fanáticos y todos tan… tan… pobres. Porque una cosa es admirar
la filosofía o la teología que habla de los pobres y los libros que los elevan
a la categoría de hijos predilectos de dios y otra, más incómoda, más
peligrosa, más mugrienta, calurosa y aburrida, es admirar a los propios pobres,
e intentar comprender la forma –las formas– en que se las arreglan para
resistir.
Pese
a ello, este breve ensayo hace un recuento por una historia en la que aparecen
unos pobres ofreciendo consuelo, salida y quizá redención a otros pobres. Es
también una historia donde dios habla con voz clara, donde el misterio casi es
palpable y donde los efectos colectivos de esas creencias son muy reales.
*
* *
Exmiembros de las pandillas MS-13 y Barrio 18 participan de
un culto general en el Centro Penitenciario de San Francisco Gotera. 1 600
expandilleros habitan este penal diseñado para 381 reclusos.
Todos aseguran ya
no pertenecer a sus organizaciones criminales y se declaran evangélicos. Foto
de El Faro: Víctor Peña.
En
El Salvador, luego de los conflictos bélicos de los 70 y 80, la Iglesia
católica fue perdiendo fuerza y penetración en las comunidades empobrecidas:
fueron mermando, casi hasta la extinción, las comunidades eclesiales de base
–combustible de los movimientos insurgentes– y comenzaron a escasear los
sacerdotes en sandalias ávidos de “oler a pueblo” y de practicar esa alquimia
tropicalísima que les permitió juntar a Jesús de Nazaret, a Carlos Marx y al
Che Guevara en la misma doctrina.
Siete
de cada diez salvadoreños se consideraban católicos en 1995; en 2017, esa
proporción había bajado a cuatro de cada diez. En 1994, solo dos de cada diez
salvadoreños eran cristianos evangélicos, veinte años después tenían un empate
técnico con los católicos, que se mantiene hasta el día de hoy.
En
el vacío que dejó “La” iglesia comenzaron a prosperar a un ritmo asombroso
“las” iglesias. Mucho antes de que predicadores/empresarios comprendieran el
potencial millonario del negocio de la fe y del diezmo; mucho antes de que
existieran grandes y lujosos templos con parqueos de tres plantas, aires
acondicionados, marketing y cultos de gran producción, había ya pastores
evangélicos predicando en garajes, en chabolas de lata, en canchas de fútbol,
con micrófono, con megáfono o a grito pelado y fueron echando raíces sólidas en
los barrios y comunidades, donde también comenzaba a crecer –al mismo asombroso
ritmo– otro fenómeno: las pandillas.
Una
vez que la guerra civil terminó, Estados Unidos deportó casi de inmediato a
grandes cantidades de centroamericanos que guardaban prisión en sus cárceles.
Entre ellos, cientos –miles quizá– de pandilleros que habían llegado al sur de
California siendo niños, huyendo de la guerra y de sus horrores. Esos niños se
las arreglaron para encajar en escuelas y calles hostiles y siempre ajenas,
abrevando de la cultura de los marginados y aprendiendo a hacerse respetar. Una
década después, siendo adultos, con el cuerpo tatuado, fueron obligados a
retornar a un país del que apenas guardaban recuerdos turbios, al que llegaron
con un diminuto arsenal de palabras en español y con el desconcierto de no
saber si ahí –en esa tierra caliente, arrimados a veces en casas de parientes
que jamás habían visto en persona– seguían siendo homeboys y si, junto a ellos,
viajaban también los barrios a los que pertenecían.
Pese
a los titubeos iniciales, la MS-13 y el Barrio 18 consiguieron sobreponerse al
cambio abrupto de entorno, medrando en las sombras de países que se estaban
lamiendo las heridas. Cuando como sociedades notamos su existencia, ya
controlaban gran parte del territorio. Las iglesias evangélicas hicieron algo
muy parecido: menospreciadas por el catolicismo, fueron ganando terreno hasta
representar más o menos a la mitad de todos los creyentes. De manera que las pandillas y las iglesias
evangélicas aprendieron a conocerse y a convivir desde los tiempos en que ambas
eran basura bajo la alfombra.
En
la actualidad, evangélicos y pandillas comparten un mismo ADN, una misma
composición social: según los datos recogidos por LPG-Datos, que mide las
convicciones religiosas de los salvadoreños desde 2004, se es más evangélico si
se es más joven, si se vive en zonas urbanas y si se es más pobre. Se tiene más
probabilidades de ser pandillero, aunque suene a perogrullo, si se es joven, si
se vive en comunidades urbanas y, sobre todo, si se es pobre.
Por
eso unos y otros se han aprehendido, se conocen, han convivido, conviven. De
alguna manera confían unos en otros: en la actualidad, la principal vía por la
cual un miembro de una pandilla puede abandonar su organización es si se
convierte en “oveja”, en “aleluya”, en “hermano”. Los únicos que pueden gritar
a voz en cuello –en medio de comunidades totalmente controladas por las
pandillas– que la Mara Salvatrucha-13 o el Barrio 18 son el demonio y exhortar
a los jóvenes a abandonarlas son los pastores evangélicos. Son ellos los únicos
autorizados para violar la compleja red de fronteras urbanas establecidas por
estas organizaciones criminales.
Desde
luego, esas afirmaciones admiten un gran número de matices: no es tan simple
como darle un portazo a la vida pandillera y ser de pronto redimido por el
Señor. Para ello es necesario pasar por un complejo entramado de trasvases: hay
que vestirse de una manera, llamarse entre sí de una forma, someterse a
determinados rituales y a determinada jerarquía. Así, si en la vida “mundana”
se llevaban los Nike Cortez y los pantalones Dikies y Van Davis, en la vida
cristiana se llevarán pantalones formales y camisas manga larga, cuando no
corbata; si antes eran homies, luego serán hermanos; si antes había que cumplir
misiones criminales y asistir a los “mirin”, los hermanos deberán dejarse ver
en misiones de avivamiento y prédica de “la palabra”, en cultos semanales y en
vigilias. Si antes respondían a un palabrero, a un corredor de programa o a una
ranfla, luego estarán sometidos a la aprobación de diáconos, ancianos y
pastores. Y estarán sometidos, unos y otros, a una estricta y permanente vigilancia,
a un riguroso examen de conducta, que puede devenir en castigos: aislamiento y
desprestigio social, si se es evangélico; o palizas y asesinatos, si se es
pandillero. De los nuevos miembros –de pandillas y de iglesias– se esperará un
fervor estridente, una manifestación explícita y rotunda de la nueva vida
adquirida.
En
El Salvador, hoy por hoy, las iglesias evangélicas tienen además el monopolio
de la redención: dentro del imaginario pandillero, simbolizan la puerta más
ancha, la más buscada, la más efectiva para abandonar una estructura a la que
han jurado lealtad vitalicia. La Iglesia
católica prefiere no involucrarse en temas que en realidad no entiende, y el
Estado renunció durante años, con descaro, a cualquier intento de
rehabilitación. En El Salvador no existe ninguna ley de reinserción o de
rehabilitación, y las cárceles han sido desde siempre mazmorras de espanto,
incapaces por sí mismas de generar en nadie el prurito de la conversión.
Durante
años ha habido un corredor abierto entre pandillas y evangélicos: los he visto
transitar, entrar y salir. He conocido a poderosos líderes pandilleros bregando
por cambiar su vida con éxito; los he visto también abominar su vida pandillera
con gran pompa para volver al cabo de unos meses, producto de necesidades más
mundanas, a reintegrarse a sus barrios.
Sin
embargo, lo ocurrido en la cárcel de Gotera marca un antes y un después en la
relación entre ambos. En el enorme templo enrejado que es hoy esa prisión
conviven miembros de todas las pandillas: aquellos que alguna vez fueron
líderes poderosos de la guerra irregular que se libra en El Salvador desde hace
décadas, abandonaron su poder y su influencia y pasan sus días alabando el
poder redentor de Cristo al lado de hombres que años atrás fueron sus enemigos
mortales.
Exmiembros de la
MS-13 levantan la mano para identificarse ante la pregunta del
fotoperiodista.
Unos 150 ex emeeses conviven con más de 1 000 ex dieciocheros en
el penal de Gotera.
Foto de El Faro: Víctor Peña.
Gotera
es un experimento, una lección quizá, o una obra divina, según quien lo mire,
capaz de sintetizar fenómenos complejos que han convivido durante años.
Pero
he dicho ya que soy ateo y agregaré que como tal no creo en milagros. Creo, eso
sí, que esas 1 600 almas, con sus
respectivos cuerpos, han señalado un camino que no les ha sido impuesto, sino
uno que han elegido. Que ante la ausencia de puertas abiertas de parte del
Estado, ellos recurrieron a una que conocían bien, que siempre había estado
ahí, abierta de par en par y que se abrazaron a ella como un náufrago o un
sediento. Pero sé que nadie vive de versículos bíblicos –al menos no mucho
tiempo– y que el fervor es algo que naturalmente se apaga con el paso de los
años. Creo también que aquellos que han entregado su corazón a Cristo, en medio
de aplausos y de fanfarrias, están llenos de necesidades muy humanas y que
llegan ahí, precisamente, machacados por la realidad.
El
milagro de la conversión masiva dentro de aquel templo enrejado, será, pienso,
anecdótico, sin un Estado que tome nota de lo ocurrido, sin una academia que
nos ayude a comprender las lecciones que la cárcel de Gotera enseña, sin una
sociedad lista para creer que un hombre no es necesariamente el mismo para
siempre y –como un gesto bueno, como un único pago– sin que demos un aplauso
cerrado, o algo parecido, a aquellos que durante años, desde soledades
difíciles de imaginar, han gritado en garajes, en chabolas de lata, en canchas
de fútbol, un mensaje de amor en medio de una de las capitales del odio.
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*EL FARO/ San Salvador/ Marzo 5 de 2019 (Textos y
fotografías)
FUENTE: https://elfaro.net/es/201903/el_salvador/23078/El-templo-entre-rejas-una-historia-de-evang%C3%A9licos-y-pandillas.htm
FUENTE: https://elfaro.net/es/201903/el_salvador/23078/El-templo-entre-rejas-una-historia-de-evang%C3%A9licos-y-pandillas.htm
Edición Número 63, Girardot, Marzo 13 de 2019
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