martes, 20 de marzo de 2018

Edición Número 19, Girardot, Marzo 20 de 2018 – GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: DESDE PARÍS CON AMOR




                                                            Edición Número 19, Girardot, Marzo 20 de 2018



GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
(Aracataca, 6 de marzo de 1927-Ciudad de México, 14 de abril de 2014)



http://img.soy-chile.cl/Fotos/2014/04/17/file_20140417174339.JPG


<<Tantas cosas se han dicho y continuarán diciéndose. Es uno de los colombianos más famosos en la historia de este país. Como los grandes hombres, resumió y resume con su experiencia vital y su obra escrita, un universo, un país, una sociedad y una esperanza. Así será por un buen número de años, hasta cuando solucionemos lo que es menester.

Obra que según eruditos contiene 11 novelas, 12 libros de cuentos, 22 libros de no ficción, 10 guiones de teatro, cine y televisión, un libro de memorias, probablemente documentos encontrados a deshora para los saldos; sin duda lo más chévere, placentero, es que no pasa de moda, y aquí simplemente las futuras generaciones tendrán la palabra: qué tan universal será, dentro de 200 años, por ejemplo, el aporte de García Márquez al acerbo literario del mundo conocido, sería una de las preguntas de alguien en torno a su legado. O a la manera de Cortázar, dentro de mil años probablemente mi apellido y si no lo encuentran, el título de alguna publicación de las que se salvaron del olvido, seré un pie de página de un estudioso de la historia.

Si se perdiera, habría que inventarlo de nuevo. Disfrutemos sus escritos, su genialidad. >>

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DE GABRIEL GARCIA MARQUEZ (DERECHOS RESERVADOS)

DESDE PARÍS CON AMOR


Vine a París por primera vez una helada noche de diciembre de 1955. Llegué en el tren de Roma  a una estación adornada con luces de Navidad y lo primero que me llamó la atención fueron las parejas de enamorados que se besaban por todas partes. En el tren, en el metro, en los cafés, en los ascensores, la primera generación después de la guerra se lanzaba con todas sus energías al consumo público del amor. Que era todavía el único placer barato después del desastre. Se besaban en plena calle, sin preocuparse de no estorbar a los peatones, que se apartaban sin mirarlos, ni hacerles caso, como ocurre con esos perros callejeros de nuestros pueblos que se quedan colgados los unos de las otras haciendo cachorros en mitad de la plaza. Aquellos besos de intemperie no eran frecuentes en Roma-que era la primera ciudad europea donde yo había vivido- ni tampoco, por supuesto, en la brumosa y pudibunda Bogotá de aquellos tiempos donde era difícil besarse aun en los dormitorios.

Eran los tiempos oscuros de la guerra de Argelia, al fondo de las músicas nostálgicas de los acordeones en las esquinas, más allá del olor callejero de las castañas asadas en los braseros, la represión era un fantasma insaciable. De pronto, la policía bloqueaba la salida de un café o de uno de los bares de árabes del Boulevard Saint Michel y se llevaban a golpes a todo el que no tenía cara de cristiano. Uno de ellos, sin remedio, era yo. No valían explicaciones: no sólo la cara sino también el acento con que hablábamos el francés eran motivos de perdición. La primera vez que me metieron en la jaula de los argelinos, en la Comisaría de Saint Germain después, me sentí humillado. Era un perjuicio latinoamericano: la cárcel era entonces una vergüenza, porque de niños no teníamos una distinción muy clara entre las razones políticas y las comunes, y nuestros adultos conservadores se encargaban de inculcarnos y mantenernos la confusión. Mi situación era todavía más peligrosa, porque si bien los policías me arrastraban porque me reían argelino, estos desconfiaban de mí dentro de la jaula cuando se daban cuenta de que a pesar de mi cara de vendedor de telas a domicilio no entendía ni la jota de sus algarabías. Sin embargo, tanto ellos como yo seguimos siendo visitantes tan asiduos de las comisarías nocturnas, que terminamos por entendernos. Una noche, uno de ellos me dijo que para ser preso inocente era mejor serlo culpable,  y me puso a trabajar para el Frente de Liberación Nacional de Argelia. Era el médico Amed Tebbal, que por aquellos tiempos fue de mis grandes amigos en París, pero que murió de una muerte distinta de la guerra después de la independencia de su país. Veinticinco años después, cuando fui invitado a las fiestas de aquel aniversario en Argel, declaré a un periodista algo que pareció difícil de creer: la revolución argelina es la única por la cual he estado preso.


(El Gabo Parisino)




Sin embargo, el París de entonces no era sólo el de la guerra de Argelia. Era también el del exilio más generalizado que ha tenido la América Latina en mucho tiempo. En efecto, Juan Domingo Perón -que entonces no era el mismo e los años siguientes- estaba en el poder en la Argentina, el general Odría estaba en el Perú, el general Rojas Pinilla estaba en Colombia, el general Pérez Jiménez estaba en Venezuela, el general Anastasio Somoza estaba en Nicaragua, el general Rafael Leonidas Trujillo estaba en Santo Domingo, el general Fulgencio Batista estaba en Cuba. Éramos tantos los fugitivos, de tantos patriarcas simultáneos, que el poeta Nicolás Guillén se asomaba todas las madrugadas a su balcón del hotel Grand Saint Michel, en la calle Cujas, y gritaba en castellano las noticias de América Latina que acababa de leer en los periódicos. Una madrugada gritó: “Se cayó el hombre”. El que se había caído era sólo uno, por supuesto, pero todos nos despertamos ilusionados con la idea de que el caído fuera el de nuestro país.

Cuando llegué a París, yo no era más que un caribe crudo. Lo que más le agradezco a esta ciudad con la cual tengo tantos pleitos viejos, es que me hubiera dado una perspectiva nueva y resuelta de la América Latina. La visión de conjunto que no teníamos en ninguno de nuestros países se volvía muy clara aquí, en torno de una mesa de café y uno terminaba por darse cuenta de que a pesar de ser de distintos países todos éramos tripulantes de un mismo barco. Era posible hacer un viaje por todo el continente y encontrarse con sus escritores, con sus artistas, con sus políticos en desgracia o en ciernes, con solo hacer un recorrido por los cafetines populosos, de Saint Germain Des Pres. Algunos no llegaban como me ocurrió con  Julio Cortázar – a quien ya admiraba por su hermosos cuentos de Bestiario- y a quien esperé durante casi un año en el Old Navy donde alguien me había dicho que solía ir. Unos 15 años después lo encontré por fin, también en París, y era todavía como lo imaginaba desde mucho antes: el hombre más alto del mundo, que nunca se decidió a envejecer. La copia fiel de aquel latinoamericano inolvidable que en uno de sus cuentos del Otro cielo gustaba de ir en los amaneceres brumosos a ver las ejecuciones en la guillotina.

Las canciones de Brassens se respiraban en el aire. La bella Tachina Quintana, una vasca voluntariosa a quien los latinoamericanos de todas partes habíamos convertido en una exiliada de las nuestras, realizaba el milagro de hacer una suculenta paella para diez en un reverbero de alcohol. Paul Coulaud, otro de nuestros franceses conversos, había encontrado un nombre, para aquella vida: la Misere Doree. La Miseria Dorada. Yo no había tenido una conciencia muy clara de mi situación hasta una noche en que me encontré de pronto por los lados del jardín del Luxemburgo sin haber comido ni una castaña durante todo el día y sin lugar dónde dormir. Estuve merodeando largas horas por los boulevares, con la esperanza de que pasara la patrulla que se llevaba a los árabes para que me llevara a mí también a dormir en una jaula cálida, pero por más que la busqué no pude encontrarla. Al amanecer, cuando los palacios del Sena empezaron a perfilarse entre la niebla espesa, me dirigí hacia la “cité” con pasos largos y decididos,  y con una cara de obrero honrado que acababa de levantarse para ir a su fábrica. Cuando atravesaba el puente de Saint Michel sentí que no estaba solo entre la niebla, porque alcancé a percibir los pasos nítidos de alguien, que se acercaba en sentido contrario. Lo vi perfilarse en la niebla, por la misma acera y con el mismo ritmo que yo, y vi muy cerca su chaqueta escocesa de cuadros rojos y negros, y en el instante en que nos cruzamos en medio del puente vi su cabello alborotado, su bigote de turco, su semblante triste de hambres atrasadas y mal dormir, y vi sus ojos anegados de lágrimas. Se me heló el corazón, porque aquel hombre parecía ser yo mismo que ya venía de regreso.


1937. Torre Eiffel

http://images.nationalgeographic.com.es/medio/2016/03/31/la-torre-eiffel_3ddb59de.jpg


Ese es mi recuerdo más intenso de aquellos tiempos y lo he evocado con más fuerza que nunca ahora que he vuelto a París de regreso de Estocolmo. La ciudad no ha cambiado desde entonces. En 1968, cuando me trajo la curiosidad de ver qué había pasado después de la maravillosa explosión de mayo, encontré que los enamorados no se besaban en público, y habían repuesto los adoquines en las calles, y habían borrado los letreros más bellos que se escribieron jamás en las paredes: la imaginación al poder, debajo del pavimento esta la playa, amaos los unos encima de los otros. Ayer, después de recorrer los sitios que alguna vez fueron míos, sólo pude percibir una novedad: unos hombres del municipio vestidos de verde, que recorren las calles en motocicletas verdes y llevan unas manos mecánicas de exploradores siderales para recoger en la calle la caca de un millón de perros cautivos expulsan cada 24 horas en la ciudad más bella del mundo.


(Tomado de EL GABO PARISINO/BOGOTÁ, ABRIL 2017 N° 1/ 30° FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE BOGOTÁ)





Edición Número 19, Girardot, Marzo 20 de 2018

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