Edición Número 26, Girardot, Junio 21 de 2018. EL VERDADERO NOMBRE DE LA PAZ (II)
Edición Número 26, Girardot, Junio 21 de 2018
EL VERDADERO NOMBRE DE LA PAZ (II)
POR: WILLIAM OSPINA
https://i1.wp.com/static.elespectador.com
/sites/elespectador.com/themes/elespectador/images/
columnistas/william-ospina-alta.gif
La dirigencia le ha fallado tanto al país que cierto rechazo popular a
los acuerdos se debe a la creencia de que les van a dar a los reinsertados
oportunidades que el resto de la sociedad no ha tenido.
Lo alarmante del plebiscito de octubre de 2016 no es que el No haya ganado
con el 20 % de los votos, y ni siquiera que el Sí apenas haya obtenido menos
del 20 %, sino que el 80 por ciento de la población le haya dado la espalda a
un proceso que era una gran oportunidad para el país. Porque una indiferencia
del 60 % y un rechazo del 20 % prometen poco en términos de aclimatación
social de una paz que no puede llegar si la ciudadanía no se la apropia, una
paz que en realidad ni siquiera hay que hacer con la ciudadanía sino en la
ciudadanía. La paz tienen que ser los ciudadanos: sólo ellos pueden ser la
convivencia y la reconciliación, sólo ellos pueden ser el perdón y la memoria,
la solidaridad y la construcción de otra dinámica de la vida en comunidad.
El crecimiento actual de los cultivos ilícitos nos debe recordar que la
hoja de coca es uno de los únicos productos de la pequeña agricultura
colombiana que tienen demanda y consumo en el mercado mundial. Bien sabían los
funcionarios de Naciones Unidas que formularon el malogrado proyecto de diálogo
del Caguán que no sería posible un proceso de paz sin una suerte de Plan
Marshall para la reconstrucción del campo colombiano, que no fue arruinado sólo
por la guerra sino por una política de desmonte de la agricultura, un cierre de
oportunidades para los pequeños productores y un retroceso de la economía al
extractivismo del siglo XVI.
Diseñar la economía pensando sólo en vender las riquezas naturales,
explotando el suelo desnudo, despojó de estímulos a la producción, vulneró la
ética del trabajo, estimuló el culto a la riqueza sin esfuerzo y fortaleció la
corrupción, porque las sociedades vigilan y defienden sobre todo lo que es
fruto de su labor, la economía que brinda subsistencia pero también sentido de
pertenencia y dignidad. Si el mundo quiere la paz de Colombia no puede seguir
consumiendo sólo su petróleo, su carbón y su cocaína, tiene que contribuir a la
reconstrucción de la economía real, que podría ser una floreciente alianza de
la productividad con el conocimiento, en uno de los países más biodiversos del
mundo.
Ya la economía cafetera, que le permitió al país vivir modestamente pero
con dignidad durante cien años, ha demostrado que hay formas posibles muy
refinadas de participación de una sociedad campesina en el mercado mundial. La
producción cafetera, democrática, sofisticada y ejemplar, tendría que ser un
modelo, aunque estoy lejos de pensar que en nuestra época podamos vivir sólo de
la pequeña producción campesina.
Pero también hay una combinación alarmante en Colombia: una clase
terrateniente que es dueña de la mitad de la tierra productiva, pero que no
tiene ninguna vocación empresarial. A nadie le importaría de quién es la tierra
si produjera lo que puede y tributara lo que debe, pero esos millones de
hectáreas a la vez confiscadas e improductivas, la cósmica ineptitud de un
modelo de propiedad que sólo adora el alambre de púas, están en la base de
muchos de nuestros males.
La corrupción de hoy, la danza de los millones en la contratación pública,
que ha corrompido la ley y la justicia, reposa sobre una corrupción anterior:
la privatización de los mecanismos electorales, la construcción de un Estado de
privilegios que se reelige manteniendo a la ciudadanía en la ignorancia y en la
indiferencia. Esa es la otra violencia, que está en la raíz de todo, y que hace
que cada diez años haya que hacer una reinserción de guerreros pero que nunca
se haga el urgente proceso de paz entre el Estado y la sociedad, entre la vida
y la política.
Sólo una cosa podemos esperar hoy: que la expectativa que ha despertado en
un sector consciente de la sociedad el proceso de diálogo y la desmovilización
de las Farc, unido al tremendo desprestigio de la dirigencia colombiana, a la
que le interesa mucho desarmar a los insurgentes pero no abrirle horizontes de
participación y de iniciativa a la comunidad, despierte en sectores cada vez
más amplios la necesidad de un nuevo proyecto de país y el afán de hacer
realidad unas reformas económicas y sociales que han sido aplazadas por muchas
décadas, y la condena histórica a una dirigencia que persiste en su mezquindad
y en contagiar su discordia. No sólo los mercaderes que envilecen la política,
sino los grandes poderes económicos que se lucran de la miseria, de la
depredación de la naturaleza y de la entrega del país al pillaje legal e
ilegal.
El verdadero nombre de la paz en Colombia es democracia: el fin de las
maquinarias y el diseño de una economía que beneficie por fin a la gente, y
sincronizar la agenda nacional con la urgente agenda del mundo: energías
limpias, protección de la naturaleza, detener y revertir el cambio climático,
poner a la comunidad en el primer lugar de las prioridades, y convertir la
cultura en el dinamizador de una sociedad de creación.
(Leído
el 28 de noviembre en el Coloquio Salida de la Violencia, Construcción de la
Paz y Memoria histórica, en la Casa de América Latina en París).
https://www.elespectador.com/opinion/el-verdadero-nombre-de-la-paz-ii-columna-727523
Edición Número 26, Girardot, Junio 21 de 2018
**
*
No hay comentarios:
Publicar un comentario